1 jun 2017

Nuestra religión civil laica

Derechos humanos y democracia constituyen el núcleo del consenso social: nuestra religión civil laica. En todo lo demás los consensos se angostan hasta su disolución. Salvo para una minoría, el acuerdo en torno a la necesidad de “juicio y castigo” posibilitó la reconciliación de los argentinos con los argentinos, de los de hoy con los de ayer, y también de los ciudadanos con su Estado. A través del estudio del intercambio epistolar que durante los años ’80 y ’90 mantuvieron algunos miembros de organismos de derechos humanos, Sebastián Carassai traza una genealogía de cómo se construyó ese pacto social.

La cuestión de la violación a los derechos humanos durante el terrorismo de Estado no siempre interesó mayoritariamente a los argentinos. Hay muchos modos de dar cuenta del derrotero seguido por la relación entre sociedad y derechos humanos entre nosotros. Sigo aquí una pista: el intercambio epistolar que durante varios años mantuvieron algunos miembros de un organismo de derechos humanos con uno de sus líderes y fundadores, cuyos materiales conserva el Archivo de Derechos Humanos de la David M. Rubenstein Library, Biblioteca de Manuscritos y Libros Raros de la Universidad de Duke.[1] El organismo de derechos humanos es el Movimiento Judío por los Derechos Humanos (MJDH), creado hacia el final de la última dictadura militar, y el líder al que me refiero es el rabino estadounidense Marshall T. Meyer, que vivió en Argentina desde 1959 hasta que regresó a su país, en 1984, y cuyo compromiso en la defensa de las víctimas de la represión ilegal fue reconocido doblemente por el presidente Raúl Alfonsín que lo convocó a formar parte de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) y lo condecoró con la Orden del Libertador San Martín en el grado de Comendador. Desde Buenos Aires, los corresponsales del rabino le informaban cómo evolucionaban en su ausencia los asuntos que lo ocuparon y preocuparon en su segunda patria, entre ellos, los vinculados a los derechos humanos.

Antes de finalizar 1985, un integrante del MJDH envió a Meyer una larga carta en la que mostraba decepción por la idiosincrasia del país y la de su propio entorno. Psiquiatra, profesor universitario y padre de un joven desaparecido en 1978, describió con frustración la situación de los movimientos de derechos humanos entonces. “El tema de los derechos humanos ya no moviliza”, escribió, “y sólo se puede seguir en base a una postura ideológica democrática y pacífica que sustentamos pero que no es fácil de solventar, con poca gente, poco dinero, y bajo nivel de integración de las generaciones nuevas en el compromiso ideológico”. Otros dos amigos de Meyer, miembros de su comunidad en Buenos Aires, más o menos para la misma época escribieron que el año 1985 había sido, políticamente hablando, “conflictivo y confuso”. “Entiendo que a través de la gente que te escribe debés estar enterado de lo que aquí ocurre”, contaban a su rabino, “de lo difícil y dura que se está volviendo sostener la bandera de los Derechos Humanos”. Estos corresponsales juzgaban a los argentinos “saturados del tema, como si lo económico estuviera por encima de toda otra cuestión”, y comentaban que un pedido que habían realizado por la libertad de catorce presos políticos “no interesa a nadie salvo a los afectados”.

A finales de 1986 el parlamento argentino sancionó la ley de Punto Final y al año siguiente la ley de Obediencia Debida. Meyer, que tenía gran aprecio por Alfonsín (lo consideraba “un milagro mayúsculo” en la historia argentina), apoyó a las organizaciones que se movilizaron en contra de esas leyes, firmó solicitadas y responsabilizó a la sociedad por no oponerse masivamente. “Si hay obediencia debida”, dijo en una entrevista que dio a Página/12 en septiembre de 1987, “es porque no había tanta gente interesada en el castigo de los torturadores”. A comienzos de ese año, una artista plástica escribió al rabino comentándole que desde que se enteró cuál era su posición sobre la ley de Punto Final había vuelto a sentir que en Bet El, la comunidad que Meyer fundó en Buenos Aires, había lugar para ella. Pero la joven artista, además, le transmitió con pesar una frustración personal al respecto. “Lancé una convocatoria a los plásticos que conozco para hacer una ‘ambientación-decoración’ en toda la zona aledaña al Congreso durante los días que se llevara a cabo la discusión de la ‘ley’”, escribió, “pero no conseguí que la gente diese su apoyo como esperé”.

Las movilizaciones en contra de las leyes, como sabemos, no evitaron su sanción. Ello trajo desazón a muchos activistas de los derechos humanos y enemistó al gobierno de Alfonsín con las organizaciones que todavía no lo estaban. En 1987, año electoral, otra carta informaba a Meyer que los derechos humanos en general, y esas leyes en particular, no habían sido tema central en el debate de los candidatos de los partidos políticos, “salvo para la izquierda ‘loca’”.

Ante el temor a que lo sucedido durante aquellos años se fuera extinguiendo de la memoria social, ese mismo año un grupo de afectados por el terrorismo de Estado comenzó a proyectar la creación de la “Casa del Desaparecido”. Su idea fue crear “un pequeño Yad Vashem [memorial de las víctimas del holocausto]”, no un museo sino algo “activo, dinámico, docente, móvil y educador”, que conjugara objetos y recuerdos y estimulara de ese modo una memoria dinámica, según explicó a Meyer uno de sus responsables. El proyecto debió enfrentar, a juicio de quienes lo llevaban adelante, un tiempo hostil. “Las organizaciones de Derechos Humanos siguen desgranando sus integrantes”, escribieron a Meyer en una carta en que se pasaba revista a las defecciones en las organizaciones, “ha decaído la militancia con motivo de la difícil situación del país en lo político y en lo económico”. Los indultos de Carlos Menem y sus triunfos electorales a lo largo y ancho del país oscurecieron todavía más ese sombrío panorama. Para 1993, la decepción que transmitían los miembros del MJDH era inequívoca. “Los movimientos y organismos de Derechos Humanos se están agotando. La reivindicación de los desaparecidos se va esfumando como el recuerdo de sus caras, de sus cuerpos, de sus frases, de sus fechas”, contaron dos de ellos en las últimas noticias de Argentina que al respecto conserva el archivo personal del rabino.

En los casi diez años que transcurrieron entre el regreso a los Estados Unidos y su muerte, el rabino Meyer sumó al reconocimiento del Estado argentino muchos otros, entre ellos el de Doctor Honoris Causa de la Universidad de Buenos Aires. El acto se realizó en 1993. Luego de agradecer a las autoridades, Marshall Meyer anunció que releería las palabras que había leído el 25 de abril de 1984 en la Plaza de la República. Titulado “Escoged, pues, la vida”, aquel mensaje había estado originalmente dirigido a una sociedad todavía no del todo consciente de la gravedad de lo que acababa de dejar atrás. Casi diez años después, Meyer volvió a leerlo sin alteraciones. En esta oportunidad, Juan Carlos Portantiero, entonces decano de la Facultad de Ciencias Sociales, dijo que otorgándole aquella alta distinción las autoridades universitarias perseguían honrar al ciudadano universal de la causa más noble, la de la defensa de los derechos humanos, a la que consideró indisolublemente unida a la democracia nacida a finales de 1983.

Meyer falleció pocos meses después, antes de que comenzara a vislumbrarse un nuevo tiempo en la relación entre sociedad y derechos humanos en Argentina. Las marchas que en todo el país movilizaron masivamente a la ciudadanía en contra de la decisión de la Corte Suprema de Justicia de aplicar la ley del 2×1 a quienes han sido condenados por crímenes de lesa humanidad confirmaron que, treinta años después de la ley de obediencia debida, la relación que la mayor parte de la sociedad argentina guarda con los derechos humanos y su violación durante el terrorismo de Estado es notoriamente diferente a la que existía cuando se escribieron aquellas cartas. No sucedió de un día para otro sino en forma paulatina. En parte gracias a que algunos solo con los años fueron tomando conciencia del carácter terrorista de la represión ilegal, su magnitud y ferocidad; en parte por la natural renovación generacional que el mero paso del tiempo ha producido y la extendida conciencia en las nuevas generaciones de que el Estado no debe jamás arrogarse la atribución de volverse terrorista; en parte también porque esa misma renovación de la sociedad se generó al interior de la clase política y, frente a ambas, la vieja política que había convivido con, cuando no apoyado, las leyes y los indultos mencionados, optó por asegurar su supervivencia no contradiciendo sentimientos mayoritarios. Más determinante todavía: la acción de las organizaciones de derechos humanos y sus conquistas, por un lado, y la labor del sistema educativo en democracia, por el otro, colaboraron crucialmente a la creación del consenso contemporáneo en torno a los derechos humanos.

Ligado a él, de modo indisoluble, para utilizar la palabra que no casualmente escogió Portantiero, los argentinos hace tiempo acordaron que la peor de las democracias es preferible a la mejor de las dictaduras. Y no porque la democracia que supimos construir se haya caracterizado por ofrecer respuestas eficaces y socialmente justas a ese permanente conflicto de deseos e intereses que es toda sociedad. La fórmula alfonsinista de que con la democracia se cura, come y educa permanece en su estado de promesa y su sucesivo aplazamiento no habla solo de la ingenuidad política post-dictadura sino también de claudicaciones institucionales. Pero la democracia es más que el vínculo entre representados y representantes; entre otras cosas, es la convicción fundamental, hoy mayoritaria, de que todo, aun las crisis por las que atraviese ese vínculo, debe superarse con más (y en la medida de lo posible, mejor) democracia.

Derechos humanos y democracia constituyen en la actualidad el núcleo del consenso social que provee sentido al vivir juntos, nuestra civil religión laica. En todo lo demás los consensos se angostan hasta su disolución. Solo una minoría cada vez más exigua no comulga con él. Muchos de quienes transitaron como adultos la última dictadura militar ya no están. Sus hijos y nietos, que hoy tienen entre 20 y 55 años, conforman el sector mayoritario de la multitud que se moviliza cada vez que se conmemora la vigencia de aquel consenso o, como en el caso del 2×1, cuando se lo percibe desafiado. Es esa sociedad renovada generacionalmente la que, haciendo suyas consignas que años atrás enarbolaron en soledad las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo (más allá de acompañar o distanciarse de los posicionamientos políticos de sus referentes), hoy encarna una reconciliación de hecho que no guarda relación con un entendimiento entre partes enfrentadas ni mucho menos con amnistías, sino con la certeza de que la vida en común se vería sensiblemente viciada si aceptáramos convivir con los máximos responsables de las atrocidades cometidas desde el Estado.

El acuerdo en torno a la necesidad de su “juicio y castigo” fue condición de posibilidad de la reconciliación de los argentinos con los argentinos, de los de hoy con los de ayer, y también de los ciudadanos con su Estado, la vía que abrió a la mayoría social que participa de ese consenso la posibilidad de vivir en sociedad sin aborrecerla.

Las cartas que intercambiaron los miembros del MJDH con el rabino Meyer en los años ochenta y en los comienzos de los noventa nos devuelven hoy un estado de sociedad que parece lejano, casi una prehistoria de los derechos humanos en Argentina, pero en términos históricos no fueron escritas hace tanto tiempo. Aunque a veces lo parezca, entonces, no sería imposible apostar a ampliar los motivos de consenso en plazos no tan largos, sumando a los derechos humanos, nuestro acuerdo sobre el pasado, y a la democracia, nuestro acuerdo sobre el presente, alguna idea de futuro común que vigorice el sentido de vivir juntos.

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