Desde que la Revolución Cubana puso fin, en 1959, al dominio estadounidense sobre la mayor isla de las Antillas, control que había comenzado con la guerra hispano-estadounidense de 1898, Estados Unidos ha venido tratando –a lo largo más de medio siglo– de reconquistar Cuba, recurriendo para ello a todos los medios: desde la invasión hasta el terrorismo de Estado y pasando por el aislamiento y el embargo.
Pero la resistencia del pueblo cubano, organizado como «Estado socialista de trabajadores, independiente y soberano» (Artículo 1º de la Constitución de la República de Cuba) hizo fracasar el intento. El presidente Barack Obama ha tenido que aceptar la realidad, al anunciar el restablecimiento de las relaciones diplomáticas y aligerando parcialmente el embargo.
Esta decisión ha recibido una acogida entusiasta entre los cubanos y entre todos aquellos que los han apoyado, porque es el resultado de la lucha que libraron a lo largo de todos estos años.
Pero al mismo tiempo estamos siendo testigos de una intensa campaña que atribuye todos los honores de la Historia al presidente Obama, como si hubiese marcado una ruptura total con la política agresiva de Estados Unidos hacia Cuba.
Una interpretación que la propia Casa Blanca se ha encargado de desmentir. Según reconoce Obama en su discurso oficial: «Décadas de aislamiento de Cuba por Estados Unidos no han logrado concretar nuestro objetivo. Hoy Cuba aún está gobernada por los Castro y el Partido Comunista.» Y agrega que, al restablecer las relaciones diplomáticas, los Estados Unidos pueden «defender nuestros valores y ayudar al pueblo cubano a que se ayude a sí mismo».
Lo cual significa que la administración Obama no renuncia a la estrategia que apunta a la destrucción del Estado cubano. Sólo modifica la manera de lograrlo. No habrá un nuevo desembarco como el de Bahía de Cochinos, efectuado en 1961, bajo la presidencia del también demócrata Kennedy, por contrarrevolucionarios cubanos entrenados y pagados por la CIA.
Lo que habrá, bajo la administración Obama, será un desembarco de organizaciones «no gubernamentales», fabricadas por la CIA y el Departamento de Estado, enviadas por Washington con «proyectos humanitarios de ayuda al pueblo cubano». El Congreso de Estados Unidos –subraya el documento oficial de la Casa Blanca– ha atribuido «importantes fondos para la programación de la democracia en Cuba, asignados para prestar asistencia humanitaria, promover los derechos humanos y las libertados fundamentales, apoyar el libre flujo de información, estimular las reformas a través de nuestros contactos de alto nivel con funcionarios cubanos». Serán financiadas especialmente «las actividades de fundaciones privados e institutos de investigación e instrucción».
Con las organizaciones «no gubernamentales» que llegarán con los bolsillos llenos de dólares, desembarcarán también las transnacionales estadounidenses que, según escribe el New York Times, están preparando una «cabeza de playa» para penetrar con sus capitales en la economía cubana, apuntando al sector de la biotecnología –muy desarrollado en Cuba–, las minas –sobre todo el níquel ya que Cuba posee una de las reservas más importantes del mundo– así como el sector hotelero y turístico, donde existe un gran potencial.
El desafío que ahora tiene ante sí el pueblo cubano consiste en conservar las conquistas de la Revolución ante la nueva ofensiva de Washington, que recurrirá a herramientas no menos peligrosas que las anteriores. La situación es hoy más favorable para Cuba ya que gran parte de Latinoamérica ha dejado de ser el «patio trasero de Estados Unidos» y Cuba, junto con Venezuela –ahora objeto de nuevas sanciones estadounidenses– y con otros países, ha dado vida a la Alianza Bolivariana para las Américas (ALBA).
Será por lo tanto decisiva la nueva generación que, en Cuba, debe dar continuación a la Revolución haciendo fracasar el plan de Washington tendiente a la destrucción del Estado socialista en nombre de una «independencia del pueblo cubano», que conduciría a una nueva dependencia del imperialismo Estadounidense.
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