“No hay lesiones en el cuerpo”, supo soltar el juez federal Gustavo Lleral al concluir la autopsia preliminar de Santiago Maldonado. Lo dijo sin añadir que eso de ninguna manera desdibujaba la condición criminal de su deceso. Quizás la parquedad del magistrado haya tenido el loable propósito de no enturbiar las elecciones del domingo. Pero su frase había caído sobre millones de almas con el mismo peso que una gigantesca roca en el océano. ¿Acaso se trató de una “muerte accidental” en medio de una cacería represiva? Un dislate únicamente comparable a suponer que alguien puede congelarse en un incendio.
Aún así el ministro de Justicia, Germán Garavano –virtual vocero sobre el caso tras la orden de silencio impuesto sobre su desgastada colega, Patricia Bullrich– no tardó en abrazar semejante hipótesis: “Escuchamos la conclusión del juez y los peritos con respecto a la ausencia de lesiones. Y eso ya despeja muchas cosas; pone en crisis muchos testimonios que dijeron que hubo golpes y lesiones”, sentenció en una entrevista con Radio Mitre. Una autoexculpación a través del desvío “gradualista” del asunto hacia la comunidad mapuche. Un desvío expresado con menos mesura desde las redes sociales por cavernícolas de toda laya y también por trolls en idílica armonía con opinadores televisivos y editorialistas de los diarios más influyentes del país.
Sin embargo, la realidad es implacable.
Temporada de caza
El mal momento vivido por el funcionario del Ministerio de Seguridad, Pablo Noceti, al ir a votar a la Escuela 26 de San Isidro se parecía al repudio que solían sufrir los genocidas de la última dictadura durante sus salidas callejeras en tiempos de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. “¡Asesino!”, le gritaban los presentes mientras él se alejaba presurosamente de allí.
Ese sujeto fue el artífice del “accidente” que le costó la vida a Santiago.
El 31 de julio, en representación de su jefa, Patricia Bullrich, convocó en un salón del hotel Cacique Inkayal, de Bariloche, a los jefes de todas las fuerzas federales y provinciales con asiento en Río Negro y Chubut; entre ellos, los cabecillas de los escuadrones 35 y 36, además de sus secretarios de Seguridad. Ese selecto auditorio asimiló su arranque no sin azoro: “Si violan a mi mamá, voy a actuar”. Así, con la voz en falsete, resumió su plan de “provocar” una situación de “flagrancia” en el territorio mapuche de Cushamen para embestir contra sus pobladores sin la burocrática intermediación de un juez. El tipo se exhibía fanatizado y torpe. Se tropezaba con las palabras. Es muy posible que algunos de los asistentes del cónclave advirtieran en sus dichos el germen de un acto irreparable. De hecho, los funcionarios provinciales y los jefes de sus policías se desmarcaron del desequilibrio de Noceti al punto de esquivarlo a partir de entonces, además de no participar en ningún operativo. Pero ese no fue el caso de los gendarmes.
Ya se sabe que durante la mañana siguiente la irrupción de esa fuerza en la Pu Lof de Cushamen fue bestial: unos cien efectivos armados con pistolas y escopetas que se abrían el paso gatillando a mansalva postas de goma y plomo sobre apenas ocho jóvenes, entre los cuales estaba Santiago. Así se inició una fuga dramática bajo el inequívoco estampido de los disparos. Una fuga que se extendió hacia el río –tal como lo prueban con claridad las filmaciones y los cartuchos recogidos en el lugar, junto a los WathsApp de los atacantes–. Fue allí donde Santiago terminó acorralado por un grupo de uniformados –según la declaración del joven mapuche Matías Santana y otros testigos–. Ahora ya no es más un misterio que él quedó sumergido en ese cauce gélido, a donde jamás se hubiera metido por propia voluntad.
Ya pasado el mediodía, Noceti –quien había estado en la Pu Lof durante la fase final del operativo– tuvo a bien visitar al juez federal Guido Otranto en Esquel, Según una fuente del juzgado hubo allí el siguiente diálogo:
–Le adelanto que Gendarmería actuó sin orden judicial –soltó Noceti– porque, usted sabe, con la figura de flagrancia nos basta.
–Vea –contestó Otranto–, con eso usted puede despejar la ruta. Pero no entrar al territorio mapuche. Para eso necesitaba una orden mía…
Noceti insistió con el criterio de la autonomía de las fuerzas. Y remató:
–De todos modos, el operativo ya está hecho.
Dicen que por toda reacción, el juez se quedó en el molde. Ese hombre no estaba dispuesto a malograr su candidatura para presidir un tribunal oral en la ciudad de General Roca.
En ese instante Santiago ya estaba muerto.
Las aguas bajan turbias
Tal vez en aproximadamente dos semanas el resultado final de la autopsia se limite a consignar dos conclusiones tan frías como las aguas del río Chubut: “ahogamiento” o “shock hipotérmico”. Claro que ambas causales de muerte completarían el cuadro de su persecución. Y quienes por ahora consideran lo contrario seguramente ignoran la jurisprudencia en casos similares.
Durante la mañana del 21 de septiembre de 2002, el cuerpo de un joven apareció flotando en el Riachuelo, cerca del puente Victorino de la Plaza, que cruza la avenida Vélez Sársfield en el extremo sur de la ciudad de Buenos Aires. Desde ese instante se supo que era el cadáver de Ezequiel Demonty, de 19 años, el pibe del Barrio Illia que había sido obligado a arrojarse a ese cauce nauseabundo por una patota de la Policía Federal en medio de la noche del 13 del mes en curso, tras ser capturado junto con dos amigos en la esquina de La Constanza y la avenida Cruz. Sus acompañantes pudieron llegar con vida a la otra orilla; pero él no sabía nadar. A sabiendas de ello –dado que Ezequiel lo decía a viva voz– un oficial lo golpeó con su pistola para así acelerar la caída. Se trataba del subinspector Gastón Somohano, hijo de un antiguo jefe de La Bonaerense. Horas después la jueza María Bértola ordenó su detención junto a la de otros 12 uniformados, encabezados por el inspector Daniel Barrionuevo, quien era el jefe externo de la comisaría 34ª, que fue descabezada a partir del hecho que concluyó con la aparición del cadáver de Ezequiel. El resto de los involucrados fueron los sargentos Jorge Sosa y Luis Funes; los cabos primeros Luis Gutiérrez, Alfredo Fornasari y José Martínez; el cabo Andrés Wright; los agentes Santiago Ritrovato, Sandro Granado, Maximiliano Pata y Jorge Solís.
En octubre del 2004, los integrantes del Tribunal Oral en lo Criminal Nº 8 dictaron penas a perpetuidad para Samohano, Barrionuevo y Fornasari; en tanto que los otros nueve procesados recibieron condenas que oscilaban entre nueve y tres años de prisión. La carátula del caso incluía tortura seguida de muerte, privación ilegal de la libertad y torturas reiteradas, éstas con respecto a los dos pibes que también habían sido obligados a arrojarse al Riachuelo.
Claro que cualquier semejanza con el caso Maldonado no es una simple coincidencia. Sólo que a la particularidad de lo sucedido en Chubut se le suma la “desaparición forzada” de Santiago, algo que la autopsia ya desliza al señalar que su cuerpo pudo haber estado en el río durante sólo siete días.
Lo cierto es que también para sus asesinos las aguas bajan turbias.
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