La población griega castigó en las urnas a un
gobierno que, a pesar de reducir la inflación a cero y garantizar la seguridad
jurídica a las inversiones extranjeras, llevó la tasa de desocupación al 50%
entre los jóvenes.
Si de algo no se puede acusar a los que han gobernado Grecia en los últimos
cinco años es de no saber de economía capitalista. Lucas Papademos, gobernador
del Banco Central griego entre 1994 y 2002, y hasta 2012 primer ministro, es un
flamante profesor de Harvard y ejecutivo de Goldman Sachs, que antes de ser
presidente del Banco Central de su país fue vicepresidente del Banco Central
Europeo. Y antes de eso, gobernador de la Reserva Federal de Boston. Antonis
Samarás, el saliente primer ministro, no tiene un currículo tan resplandeciente,
pero es un economista graduado en Harvard y, como Papademos, cercano a Goldman
Sachs.
En Grecia no ha habido en todos estos años gobiernos populistas, de izquierda o
progresistas. De hecho, en realidad pudiera decirse que no ha habido exactamente
gobierno en sentido estricto, porque toda la política griega la definen el Banco
Alemán, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional. Los
gobiernos griegos en este sentido actúan como agentes encargados de aplicar la
política, pero bajo la supervisión de la llamada troika, una especie de comité
interventor integrado por comisionados de la Unión Europea, el Banco Central
Europeo y el Fondo Monetario Internacional.
En virtud de lo anterior, en Grecia la política de los últimos cinco años se ha
aplicado siguiendo a rajatabla los principios del “libre” mercado: no existen
controles de precio ni de cambio y menos aún inamovilidad laboral. Los gobiernos
no pueden intervenir en los mercados estimulando irresponsablemente la demanda
ni el Banco Central puede emitir moneda fuera de los cánones de la ortodoxia
económica. Así las cosas, en Grecia se ha hecho todo lo que los expertos dicen
que hay que hacer para equilibrar y sanear las economías: se ha reducido el
déficit fiscal, el gasto público y flexibilizado el trabajo; se han brindado
todas las condiciones posibles para que a los inversionistas extranjeros les
resulte atractivo invertir, se han privatizado empresas públicas, eliminado
subsidios, en fin, se ha aplicado la receta completa.
Uno de los síntomas más claros del éxito de las políticas aplicadas en Grecia ha
sido la reducción de la inflación. De hecho, no hay inflación. Es más, pasa
exactamente lo contrario: desde hace casi tres años se vive una caída
generalizada de los precios, tan sistemática que ya va por valores negativos:
-0,8% al cierre de 2014. Es lo que los economistas llaman deflación.
Así puestas las cosas, uno no entiende a qué se debe la crisis griega, por qué
los griegos y las griegas manifiestan tanto todos los días y, menos aún, por qué
contra toda lógica convencional se han atrevido a dar un salto que puede no solo
sacarlos de la todopoderosa Unión Europea, sino ponerlos en conflicto con toda
la institucionalidad económica planetaria. Han votado por un candidato de
izquierda que claramente ha manifestado sus simpatías por el chavismo y por los
gobiernos progresistas latinoamericanos, que tiene un hijo llamado Ernesto en
honor al Che y que públicamente ha dicho que no seguirá los dictámenes de los
tecnócratas del FMI y el BCE. Pero, precisamente, ha sido el éxito y no el
fracaso de la política aplicada en los últimos años la razón del descontento del
pueblo griego. Pero no porque griegos y griegas sean masoquistas, sino porque la
política ha consistido en colocar por encima del bienestar de la población los
intereses de la banca local y foránea, en actuar siguiendo el fetichismo de los
indicadores de equilibrios macroeconómicos subordinando por esta vía a la
población trabajadora a los designios de los patrones.
El mejor ejemplo de ello es precisamente la inflación. Se redujo siguiendo la
receta de los expertos económicos e, inclusive, se eliminó. Pero al precio de un
desempleo desesperante y un empobrecimiento generalizado que trajo como
resultado una situación de subconsumo en la población, de una imposibilidad
generalizada de comprar incluso bienes de primera necesidad. En Grecia,
actualmente se registra un 27% de desempleo, que se dispara a 37% en el caso de
las mujeres y 50% en el de los jóvenes. Se calcula que el 10% de los alumnos
griegos de educación primaria y media padecen lo que los profesionales de la
salud pública denominan “inseguridad alimentaria”, es decir, que pasan hambre o
corren peligro de pasarla. Un informe elaborado por Unicef en 2012 mostraba que,
entre las familias con niños más pobres de Grecia, más del 26% tenían una “dieta
pobre por motivos económicos”.
La situación de subconsumo y hambre es tan desesperante que en septiembre de
2013 el gobierno tuvo que aprobar una controvertida ley que autoriza a los
locales comerciales a vender a precio de costo mercancía perecedera más allá de
su fecha de vencimiento. Las razones fueron dobles: para que la gente pueda
comprar alimentos y para que los locales comerciales y productores recuperen al
menos sus costos, de modo que no se vean forzados a cerrar sus locales y
despedir trabajadores, lo que se ha convertido en un círculo vicioso que ahonda
más la crisis y la deflación.
Lo más paradójico de todo es que nada de lo hecho ha redundado en un crecimiento
de la economía griega y menos aún en una reducción de su deuda. Y este último
aspecto es muy importante, pues, como se recordará, la razón principal de la
intervención del FMI y el BCE fue el peligro que la deuda representaba. Sin
embargo, los resultados después de la intervención son claros: en 2007, antes de
la “crisis” la deuda griega rondaba el 107% de su PIB, hoy día asciende al
177,5%, con un decrecimiento del 20% de su PIB.
Ese “éxito” del modelo tecnócrata es lo que explica la llegada al poder de
Syriza. Mismo “éxito” que tuvo en los ’90 en países como Venezuela, Argentina,
Ecuador y Bolivia, hasta la llegada de los gobiernos que torcieron el rumbo de
cosas hacia mejores direcciones. Y por lo demás, mismo “éxito” que auguran
quienes dicen que ése es el modelo a copiar para salir de nuestra “crisis”.
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