Hoy solo la fuerza bruta o la conspiración edulcorada con cínicas apelaciones a
la democracia liberal parecen ser los únicos recursos con los que cuenta el
imperialismo. En ese clima de decadencia, el presidente estadounidense toma
ánimo para aventuras cuyo desenlace podría ser trágico, una vez más, para toda
América.
Barack Obama está en carrera abierta contra el tiempo, contra su destino y
contra la historia. Su segundo mandato ya entró en la vuelta final y el cambio
prometido al son del yes, we can sigue siendo un objeto de estudio para la
comunicación política, pero no una realidad constatable, que llene las enormes
expectativas que despertó. Como bien lo dijo el columnista colombiano Héctor
Abad Falcione, con motivo de la derrota republicana en las elecciones de medio
período, “las esperanzas desmedidas y las grandes ilusiones (todos soñamos con
que el primer presidente negro de los Estados Unidos iba a cambiar el mundo)
suelen terminar en grandes decepciones”. El mandatario que hoy recorre los
pasillos de la Casa Blanca lleva sobre sus hombros una pesada carga: esa de no
reconocer en el espejo de la realidad continental y global los escenarios que su
refinada retórica y su equipo de expertos políticos y de mercadeo le hicieron
augurar en sus discursos y declaraciones públicos.
Lejos de su optimismo sobre el liderazgo americano, lo cierto es que los Estados
Unidos se encuentran en un auténtico pantanal, en lo que a política exterior se
refiere. Hecho que se advierte, por ejemplo, en el debilitamiento de su
hegemonía ante las reconfiguraciones del mundo multipolar; en el retorno de las
fórmulas y estratagemas de la geopolítica “pura y dura”, y, por supuesto, en la
apertura de nuevos frentes de conflicto en África del Norte, Medio Oriente,
Ucrania y hasta Venezuela, en los que no se avizoran –por ahora– soluciones
favorables a Washington.
Lo que parece ser una suerte de “operación limpieza”, que se radicalizó a partir
del enfriamiento de las tensiones diplomáticas con Cuba –decisión que despierta
tantas ilusiones como justificadas sospechas–, y que tiene como objetivos a
Venezuela, la Argentina y Brasil: pilares de la nueva integración regional, de
los nuevos equilibrios de fuerzas y, en definitiva, países estratégicos por su
potencial económico y sus recursos energéticos.
Una combinación de acciones de guerra económica y mediática, de conflictos
institucionales entre los poderes republicanos, y el asedio diplomático
permanente, se enmarcan en esa impúdica concertación entre el gobierno de Obama
y la derecha criolla, para “doblar brazos” a varios gobiernos suramericanos.
Aunque estos empeños desestabilizadores han sido contenidos, en unos casos, y
frustrados en otro, el horizonte de este conjunto de maniobras apunta a la
Cumbre de las Américas 2015, que se celebrará en Panamá, y en la que las
autoridades estadounidenses apuestan a encontrar un foro favorable a sus
sempiternas aspiraciones de control bajo la égida ideológica del
panamericanismo. Algunos analistas incluso afirman que esta cita podría ser la
última oportunidad diplomática de mantener con vida las instituciones
panamericanas, que han sido punta de lanza de la política imperial en América
latina, pero que ceden terreno progresivamente frente a la Unasur o la Celac.
En la Cumbre de Puerto España, en 2009, el presidente venezolano Hugo Chávez
obsequió a Obama un ejemplar del libro Las venas abiertas de América Latina, la
obra clásica del uruguayo Eduardo Galeano. Aquel regalo, tan audaz como
oportuno, tenía un propósito bienintencionado: apelar a la integridad y a la
conciencia de un hombre culto, que incluso había sido crítico del
intervencionismo militar de su país, para que no se repitiera bajo su mandato la
tragedia del imperialismo en América. No se sabe si Obama finalmente leyó o no
el libro. Pero, si lo hizo, hoy queda claro que la suya fue una vez más la
lectura del opresor que se regodea en su poder y su dominación, y no la del
oprimido que descubre la necesidad impostergable de la liberación.
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