El hombre cumplía con uno de los clásicos mandatos de todo padre emprendedor:
noche a noche se sentaba junto a su pequeño hijo y le contaba un cuento. El
niño, arropado en su camita, lo escuchaba con la atención con que se debe
escuchar a los buenos padres. Así el pequeño oía la historia de ese carpintero,
de nombre Gepetto, que había construido un muñeco de madera, al que llamó
Pinocho. Gepetto, el niño lo supo muy pronto, era un libre empresario, del mismo
modo que lo era su papá cuenta-cuentos, uno se dedicaba a la carpintería, el
otro a la construcción. Papá y Gepetto eran italianos. No hay noticia de que
Gepetto se haya mudado del pueblo donde vivía. Papá, en cambio, decidió
abandonar Roma para instalarse en la Argentina. Una vez ubicado en estas
tierras, durante el día trabajaba y a la noche le repetía la historia de Pinocho
a su pequeño hijo hasta que el sueño lo vencía. Seguramente en aquellos lejanos
días, el niño no soñaba con que alguna vez iba a ser presidente de un importante
club de fútbol, tampoco que sería jefe de gobierno de una importante ciudad y
menos aún que llegaría a ser primer mandatario de un importante país.
En aquellos lejanos días, al pequeño sólo le inquietaban ciertas cosas que le
sucedían a Pinocho. Había aceptado que el Hada Buena transformara al muñeco de
madera en un niño como él, pero no aceptaba que le creciera la nariz cada vez
que mentía. Él mentía como Pinocho, por lo que más de una noche soñó que su
nariz se alargaba y alargaba sin remedio: despertaba sobresaltado por esas
pesadillas y sólo sentía un ligero alivio al comprobar que su nariz no había
crecido. No obstante, cada vez que decía una mentira inmediatamente se la
tocaba; podemos decir que pasaba casi todo el día tocándosela.
Hasta que llegó la noche en que papá le dijo: ya sos grande para que te cuente
cuentos, es hora de que comiences a contarlos vos. Alentado por su padre, se
largó a conquistar al mundo con sus mentiras. No obstante, el fantasma de
Pinocho lo acosaba sin descanso: se tocaba a cada rato la nariz y comenzaba a
sufrir un inesperado sentimiento de angustia. Uno de sus amigos le recomendó
terapia, pero él desconfiaba de los psicoanalistas casi tanto como de los curas
confesores. Había decidido que igual que a Pinocho, un Hada Buena le
solucionaría el conflicto. Buscó en vano y cuando había perdido toda esperanza
apareció, no un Hada Buena, sino un avispado Genio que vivía en Ecuador.
Bastaron pocos minutos de consulta para establecer su diagnóstico y cura. Le
ordenó que no claudicase y que hiciera de la mentira su bandera. Sólo debía
ampararla con la mejor de sus sonrisas, era esencial que derrochase alegría y
que arriesgara algunos pasos de baile; echar globos al aire también podía ser
una buena idea. El Genio de Ecuador le recordó que por estas tierras, Globo, en
lunfardo, es un modo de llamar a la mentira. El joven empresario, que había sido
presidente de un poderoso club de fútbol y ahora se disponía a gobernar una
ciudad no menos poderosa, le hizo caso: derrochó tantas mentiras como globos, se
atrevió a bailar e incluso a cantar. Su política rindió excelentes frutos: ganó
las elecciones presidenciales, pero, pese a tanto jolgorio, el fantasma de la
nariz creciendo persistía. Nuevamente acudió al Genio de Ecuador.
En esta ocasión, el ecuatoriano tuvo que recurrir a la literatura, una
disciplina ignorada por el presidente-empresario. Pese a esa carencia, entendió
que la literatura se nutre esencialmente de la mentira. Supo que a los
escritores les importaba más el verosímil que lo verdadero, pero no hubo modo de
que entendiera que un simple oficinista una mañana despertara convertido en un
gran insecto. El ecuatoriano acudió a la ciencia ficción, y todo eso resultó más
sencillo porque el presidente-empresario había visto algunas series de TV y
algunas películas que sucedían en el cosmos. Sin más vueltas, decidió que sería
un maestro de la ciencia ficción, por lo que se largó a hablar de llegar a la
pobreza cero con la misma naturalidad con que Bradbury contara cómo los
terráqueos llegaron al planeta Marte. A partir de ese momento, el
presidente-empresario persiste en ofrecer diversos temas de ciencia ficción:
desde inversionistas dispuestos a invertir en un país pujante hasta el blanqueo
de los millones de dólares que los honestos empresarios enviaron a las cuevas
fiscales (ellos las llaman “paraísos”) porque aquí corrían peligro de ser
confiscados. Estas maravillas de la ciencia-ficción dicen que sucederán en poco
más de seis meses. Los amigos cercanos han comprobado que el
presidente-empresario ha dejado de tocarse la nariz.
Esos amigos lo imitan. Un político y economista de notable currículo, entre sus
méritos está el haber fundido una fábrica de dulce de leche, demostró que los
años del gobierno anterior no fueron otra cosa que una enorme mentira. Mentira
fue ese televisor plasma que muchos incrédulos compraron en cómodas cuotas sin
interés, mentira resultó ese coche cero kilómetro estacionado en la puerta de su
casa y mentira fueron las vacaciones en la montaña o junto al mar, del mismo
modo que se trató de una mentira aquel viaje a Barcelona/París/Roma. Sincerarse
es la sacra palabra que acuñaron. Una sinceridad que no es exclusiva del
presidente-empresario, también la cultivan sus entusiastas sacristanes. El
Ministro de Hacienda y Finanzas corrió a Madrid para pedirle perdón a los
españoles por lo mal que los habíamos tratado durante el pasado gobierno. Así,
de un plumazo, nos retrotrajo al Billiken de los años cuarenta: Colón rodeado de
indios buenos, arrodillados ante el conquistador, agradeciéndole por haber
venido de allende los mares a traer la paz y la civilización. Sincerarse es
volver a Billiken y desterrar definitivamente la “Brevísima relación de la
destrucción de las Indias” que escribiera el padre Bartolomé de las Casas.
Están buscando en los depósitos de Cancillería los ositos Winnie Pooh que hayan
quedado de aquellos que enviara el ex canciller a los kelpers de las Malvinas.
Es muy posible que siguiendo la política del Ministro de Hacienda y Finanzas, se
intente un nuevo cariñoso acercamiento hacia los que viven en nuestras islas. No
deberá sorprender si cualquier tarde de estas, algún funcionario de alto nivel
repita aquellas palabras que el vicepresidente Julio A. Roca (h) pronunció el 10
de febrero de 1933 ante el príncipe de Gales en el banquete ofrecido en Londres
a la delegación argentina: “Argentina, por su interdependencia recíproca, es,
desde el punto de vista económico, una parte integrante del imperio británico”.
Eso se llama sinceramiento.
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