Según Marta Riskin, las restricciones a medios y comunicadores para que investiguen y se expresen libremente incrementan la autocensura, la proliferación de expertos en entretenimientos banales y furias discriminatorias, y las operaciones de prensa que aseguran impunidad a corporaciones y políticos inescrupulosos.
La Shoá es un símbolo inapelable de la brutalidad humana. Mayas y aztecas, mapuches y aimaras, hutus y tutsis; chiitas y sunitas, armenios y turcos, judíos, musulmanes, católicos, cristianos atestiguan que el fin de las guerras no arroja al olvido la cadena de dramas e injusticias de ningún pueblo.
En todos los casos, el sufrimiento demanda escucha y exige Justicia.
Jacques Derrida halla la respuesta para “El animal que soy” al reflexionar en la noción de corte entre naturaleza y cultura sobre la que descansa la antropología, consistente en “la creación de leyes limitativas a la violencia y de garantías a la más amplia libertad de expresión”.
Sin embargo, vastas legislaciones y cientos de instituciones nacionales e internacionales consagradas a los derechos humanos y la libertad de expresión (muchas instauradas a partir del Holocausto) no han logrado persuadir a la humanidad que los derechos humanos no son propiedad privada de nación, cultura, colectividad, minoría o persona alguna.
Prestigiosos intelectuales proporcionaron pruebas inobjetables acerca de las estrechas relaciones entre la concentración económica y el fomento de las discriminaciones; demostrando que la apropiación de injustos privilegios siempre ha sido precedida por la deliberada instauración de demonios.
A pesar de tantos esfuerzos, los fabricantes de estereotipos siguen exhibiendo a judíos como usureros, a musulmanes como terroristas y convirtiendo a mapuches en bandidos, a homosexuales en pecadores, a indigentes jóvenes en delincuentes y a cualquier potencial opositor, en corrupto.
Los fanáticos operan con astucia.
Mientras el Estado custodia la multiplicidad de medios de comunicación, pedirán disculpas por “involuntarias” ofensas y, ante el menor desequilibrio avanzarán sobre la libertad de expresión, acosarán a grupos preseleccionados y tomarán de rehén a la democracia.
Las restricciones a medios y comunicadores para que investiguen y se expresen libremente, incrementa la autocensura, la proliferación de expertos en entretenimientos banales y furias discriminatorias y las operaciones de prensa que aseguran impunidad a corporaciones y políticos inescrupulosos.
No faltarán quienes inviertan en mano de obra dedicada a propagar mentideros, encubrir evidencias y confundir percepciones populares, montando “verdades reveladas” y periódicas ofrendas de víctimas propiciatorias a las hogueras de la opinión pública.
No es casual que los guiones de los mensajes mediáticos sean vertiginosos.
“La prisa, la euforia y la seguridad de una masa… es la excitación de ciegos que están más ciegos cuando de pronto creen ver. La masa va al sacrificio para deshacerse de la muerte de todos aquellos por quienes está constituida. Lo que sucede es lo contrario de lo que espera. Se desintegra y se dispersa. Sólo puede mantenerse cohesionada si una serie de hechos idénticos se suceden con gran rapidez”* (Elías Canetti).
El “jubilo hervido con trapo y lentejuela” carece de suspenso narrativo pues plagia alguna de las artimañas observadas por viejas culturas, en la naturaleza.
Trampas clasificadas en dividir y confundir, atemorizar y perseguir, reprimir y someter son aplicadas en guerras y cacerías, aprovechando los reflejos condicionados de la presa.
En las batallas culturales, la reiteración de consignas e imágenes darwinistas opera sobre el mamífero humano como señales y hábitos de rebaño, proporcionando la ilusión de seguridad por pertenencia a la manada.
El efecto de los ardides depende del alcance de las tecnologías.
Así, los gobiernos del siglo XX defraudaron sus ofertas electorales (es decir hicieron fraude) y perpetraron el gran crimen de la Shoá; procesando (con tarjetas perforadas IBM) datos públicos y privados nacionales que usaron para hostigar a críticos, diseñar contenidos de deshumanización del otro y distribuirlos por muros, gráfica, radio y cine.
Las formidables herramientas del siglo XXI facilitan la fragmentación de la realidad en representaciones y argumentos sesgados, mutuamente agresivos, que inducen a ajustarse mansamente, al “animal que soy”.
Cuando la concentración mediática y el monopolio de recursos ejercen el control sobre las subjetividades, la democracia y todos los derechos humanos están en peligro.
La memoria reconoce las consecuencias inevitables del miedo y el silencio: “Vinieron por mí y ya no quedaba nadie que dijera nada”.
Nuestros votos, voces y acciones son las mejores garantías de la plena vigencia de los humanos derechos y, de una Justicia que no dude al aplicar “leyes limitativas a la violencia y garantías a la más amplia libertad de expresión”.
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