17 feb 2013

La desaparición de Don Vicente


El escribano Vicente Fernández Quintana, jubilado de 68 años, fue el único caso de desaparición en la ciudad de Río Tercero durante la última dictadura militar. El hombre fue abordado por desconocidos que se conducían en un Ford Falcon una noche de 1976.

“Vos aquí no sos nadie. No estás ni vivo ni muerto. No existís”. Don Vicente escuchó esos gritos altaneros, pero no recordaba si antes o después de la paliza. Tampoco podría precisar si se lo dijeron a él, o al del lado. O al otro. Eran, después de todo, gritos habituales allí.

Don Vicente había llegado hacía apenas minutos, de madrugada. Un par de horas antes se lo habían llevado a los golpes de su casa en Río Tercero. En un Ford Falcon hizo su último viaje. No sabía dónde estaba. Nunca lo sabría exactamente. Pero sí supo, aun antes de llegar, por qué estaba ahí. Cuentan los que lo conocieron que desde hacía meses intuía que ese momento le llegaría.

En ese último viaje, golpeado e insultado, quizá tuvo un solo consuelo: el de pensar que allí adonde iba podría ver a sus hijos, a los que se llevaron antes, y de los que no tenía un solo dato. Por ellos, vinieron por él.

Tachi volvía del nocturno. Apenas unas cuadras separaban la escuela de su casa. Fría y oscura, bien negra pintaba esa noche del 14 de mayo de 1976. Cuando pasó por la esquina de 12 de Octubre y General Paz, casi en el centro de Río Tercero, oyó que le gritaron sin nada de gracia: “Corré y no mirés, dale”. Asustada, obedeció. 

Al día siguiente, sabría que de esa casa, a la hora en que ella pasó, habían secuestrado al escribano Vicente Fernández Quintana. No era un tipo desconocido; don Vicente era un personaje en el barrio y en la ciudad.

Tachi no recuerda ya si alguien en su casa o entre sus vecinos dijo en aquellos días “por algo será”, pero está segura de que palabras parecidas escuchó y hasta pensó.

Todos comentaban pero nadie daba por seguro qué había ocurrido. Se presentía ese miedo de pensar en voz alta. El semanario Crónica , único medio escrito en Río Tercero entonces, en su edición del 21 de mayo de 1976 hizo referencia a “versiones aún no confirmadas” sobre “el secuestro del escribano”, de 68 años. Un párrafo de la nota dejaba leer que fue “presumiblemente por un comando terrorista formado por varias personas jóvenes que se conducían en automóvil, a cara descubierta”. Y añadía que el hombre “fue tomado por la fuerza e introducido en un vehículo, mientras 
su esposa gritaba en demanda de auxilio”.

Beatriz era la esposa. Supo contar a sus amigas que esa noche le sugirió a Vicente que se escapara por los techos. Pero que él prefirió bajar las escaleras y sin mayor resistencia dejarse detener. “Me buscan a mí”, le dijo.

Nunca más se supo de don Vicente. Ni una línea. Ni una palabra. Cuando el término desaparecido no había sido asimilado para significar a las víctimas del terrorismo de Estado, don Vicente ya lo era. No estaba vivo, no estaba muerto. Estaba desaparecido.

Peinaba canas y bigotes. Ya se había jubilado como escribano pero se dedicaba aún a la docencia en la Escuela José Hernández. Con Beatriz tenían dos hijos: Enrique y Ernesto. Cuando a don Vicente se lo llevaron hacia un no-lugar, Enrique ya hacía tres años que estaba detenido e incomunicado en Córdoba, por razones políticas. Ernesto, en tanto, fue secuestrado en la capital provincial poco después del golpe de Estado de marzo de 1976. Ambos eran militantes universitarios.

Meses antes del golpe, Vicente y Beatriz empezaron a percibir amenazas en su vida cotidiana en un apacible Río Tercero. Algunos de sus amigos contaron después que en ese tiempo aparecían los Ford Falcon en actitud intimidatoria, pasando en forma insistente por su casa, o por la quinta donde solían disfrutar los fines de semana, en las afueras de Río Tercero. “Sobre todo sucedía los viernes”, recordó una amiga íntima de Beatriz.

Fue en una noche de viernes de febrero de 1976, un mes antes del golpe, cuando varios desconocidos ingresaron a la vivienda de los Fernández Quintana. No había nadie en el interior. Pero dejaron su marca, 
su sello de intimidación, con destrozos y fuego prendido. Esa misma noche, la casa quinta de la familia, camino a Almafuerte, también fue incendiada.

El 15 de mayo ya no fue un aviso. Esa madrugada, don Vicente desapareció de su casa, de su barrio, de su escuela, del bar de la Sociedad Española en el que solía jugar a los naipes y hablar, sobre todo, de su pasión por la política.

Era de los que decía en voz alta lo que pensaba. Hablador, polemista, apasionado por sus ideas. Un radical de aquellos. Dicen que idolatraba a Sabattini y que hablaba muy bien de Illia, con quien tuvo relación personal. Y que las reuniones de comité en la ciudad con él presente eran otra cosa.
En los días previos y posteriores al golpe, sobre todo en esas mesas de bar, entre cigarrillos y truco, despotricaba a viva voz por la democracia que se perdía. Más por vocación que por empleo, ya jubilado, seguía dando clases de una materia llamada Educación Democrática. Ninguno de sus alumnos olvidó jamás a ese profesor verborrágico e idealista.

Tachi se olvidó de esa noche y de los Fernández Quintana. Nada extraño: todo Río Tercero pareció olvidarse de esa familia En una ciudad del interior del interior, las noticias sobre la “guerra antisubversiva” se leían en los diarios o se escuchaban por las radios. Parecían de otros lados. Salvo el caso del escribano, que sucedió a la vuelta de la esquina de todos.

Hubo otros riotercerenses desaparecidos durante la dictadura. Pero don Vicente fue el único que desapareció en Río Tercero.

Tachi y su familia, y sus amigas, y sus vecinos, no se preguntaron demasiado sobre lo ocurrido. Unos y otros intuían, sin hablarlo, que de eso no se hablaba.

La sociedad hizo de cuenta que nada pasó. Quedó anestesiada.Los que ordenaron el secuestro del escribano debieron celebrarlo: el efecto había sido el buscado. El miedo estaba instalado. Nadie pedía explicaciones.

Beatriz quedó sola, con su esposo e hijos detenidos, sin tener por años ni siquiera una pista de ellos. Los habían borrado del mapa. No existían. No eran visibles. Ni vivos ni muertos.

No era su único dolor

El otro, atragantado en soledad, se lo hacía sentir una comunidad en silencio, que más que ayudarla a encontrar una respuesta parecía más bien esperar de ella una explicación que no tenía. Al menos eso sentía Beatriz. La indiferencia se hacía fuerte, contagiosa, expandible.

Pero hubo –siempre hay– de los otros. Esos que tienden una mano, a pesar del miedo. Los que hacen que una ayuda elemental, y hasta simple en tiempos normales, se transforme en acto casi heroico en épocas de terror y violencia.

En esa lista de buena fe se anotó Victoria Sánchez. Viuda y ya anciana, vivía con su hija Celina, a 30 metros de la casa de los Fernández Quintana. De oficio costureras, ni le preguntaron a Beatriz las razones por las que esa noche oscura de mayo Vicente bajó las escaleras a las patadas.
Muchos vecinos escucharon o vieron el procedimiento, los reflectores acusatorios, los gritos destemplados. Supusieron, comentaron.

Con Beatriz sola y aterrada, las Sánchez tardaron menos que una puesta de sol para ofrecerle su casa. Fue por una noche, que se hicieron dos, tres... Hasta que el altillo de la vivienda de las costureras en la calle 12 de Octubre se convirtió en la casa –o guarida– de la esposa del escribano. Casi un año estuvo allí, prácticamente sin salir, con muy pocas visitas.

Creía que también vendrían por ella. Si nunca pudo explicarse por qué se llevaron a su marido, ya no le resultaba ilógico imaginar que también le tocaría a ella. “Por ellos, vendrán por mí”, se le cruzó.

A veces, hasta repasaba razones para merecer eso. Buscaba culpas en los rincones. “Algo habremos hecho”, se le cruzó en alguna noche de encerrado desvelo en la casa de sus vecinas. Nunca pudo encontrar qué.

Décadas pasaron para que Celina Sánchez contara detalles de esos días en que albergaron/ocultaron a Beatriz. Con sencillez, sin asumir haber hecho algo más extraordinario que lo que haría cualquier buen vecino, relató que Beatriz no se animó a volver a la casa en la que vio desaparecer a Vicente.

Algunas noches, posiblemente también de viernes, espiaban juntas los movimientos de autos y gentes extrañas que pasaban y miraban hacia la casa que ya ningún Fernández Quintana ocupaba.

Celina no ocultó que ella y su madre sentían miedo. Admitió que nunca entendieron por qué: la política no era un tema del que hablaban y las noticias de lo que sucedía en el país no eran el centro de su atención. Eran vecinas de Beatriz, y eso bastaba para sentir que no había un solo motivo para no ayudarla.

Los meses pasaron. Beatriz decidió mudarse y radicarse en la ciudad de Córdoba. Suponía, con acierto e intuición, pero sin ningún dato, que su esposo e hijos estarían allí. Presumía que se acercaba quizá a ellos. Aún temía que vinieran también por ella, pero creyó que en la capital pasaría inadvertida.

Ocho años largos

 Fue nada, nadie, nunca, por largos ocho años. Nada se supo de don Vicente. Nadie fue responsable ni se hizo cargo de su secuestro y destino. Nunca apareció.

En 1984, los primeros vientos de la democracia arrimaron algunas tímidas respuestas. Su familia pudo saber que, apenas secuestrado, Vicente fue llevado al centro clandestino de detención La Perla, en las afueras de Córdoba capital, dependiente del Ejército.

Relatos de sobrevivientes de ese sitio confirmaron que el escribano ingresó en mayo de 1976 y que apenas sobrevivió allí algunas semanas. Murió –aunque no hay dato que lo avale porque su cadáver jamás fue hallado– quizá en junio de ese mismo año. Nadie parece saber si su edad y salud resistieron las torturas. O si fue fusilado o matado de otro modo. Una mujer que pasó por La Perla y se exilió luego en España contó a sus familiares lo que todos los amigos del bar de la Sociedad Española hubieran esperado de él: que, aun en una situación límite, ese “gallego” bocón no se callaba. Esa mujer relató que el viejo Vicente insultaba a los que lo torturaban y les daba ánimo a los otros detenidos.

Un libro escrito sobre La Perla en 1985 por el periodista Roberto Reyna ya lo hace figurar en la larga lista de nombres de los que desfilaron por ese centro clandestino de tortura.

Sus dos hijos recuperaron la libertad entre 1982 y 1983. Ernesto se fue del país, pero falleció al poco tiempo. Enrique hizo la carrera de abogado y vive en Córdoba.

Beatriz murió sin siquiera tener la certeza de si Vicente había fallecido: su cuerpo no existía. Porque un día alguien decidió que ya no estaría vivo pero tampoco muerto. Era un desaparecido. Lo sigue siendo. Como miles más.

Tachi tardó años en volver a hablar de aquella noche. Como sus amigas, como sus vecinas. Como el país.

Un día abrió los ojos y le costó creer lo que sucedió en esa oscuridad. El efecto de la anestesia pasaba.

Desde entonces, cada vez que lee o escucha noticias sobre la represión ilegal y el terrorismo de Estado no puede dejar de oír aquella voz que le ordenaba correr y no mirar.

Y se da cuenta de que, como la sociedad en que vivía, corrió y no miró.

“Mientras sean desaparecidos no puede haber ningún tratamiento especial; es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está ni muerto ni vivo, está desaparecido”. Jorge Rafael Videla (1981)

Lo que la Justicia pudo saber

La historia de la desaparición de Vicente Fernández Quintana es una de las 417 que se ventilan en el juicio oral por la causa del centro clandestino de detención de La Perla.

Su hijo, Enrique Fernández Quintana, también detenido por razones políticas, aunque en el penal San Martín –desde antes del inicio de la dictadura y hasta la vuelta de la democracia en 1983–, es ahora querellante en la causa judicial.

En esa larga lista de 417 casos, el de don Vicente es el hecho “nominado 22”.

En la acusación elevada por la Fiscalía, consta que fue secuestrado de madrugada, “a las 2.30 del 15 de mayo de 1976”, en su casa de Río Tercero, “por un grupo de personas vestidas de civil y armadas, pertenecientes al Grupo de Operaciones Especiales o Tercera Sección del Destacamento 141 del Ejército”.

El relato de la investigación judicial refiere, según testimonios, que “lo introducen a uno de los dos automóviles en que se movilizaban, le colocan una capucha y parten”.

En la causa consta la denuncia que Beatriz, esposa de Fernández Quintana, hizo ante la comisaría local.

También que, con anterioridad al secuestro, en abril de 1976, había denunciado que fue quemada la casa que habitaban, así como una vivienda de fin de semana. Relata que esas denuncias ante la Policía no arrojaron resultados.

También refiere sobre los trámites que la mujer realizó tras el secuestro ante el Ministerio de Gobierno de la provincia y el Tercer Cuerpo de Ejército, así como una nota enviada a Presidencia de la Nación. Todo, también sin respuesta.

En el expediente, ahora, aparece la constancia de la Comisaría de Río Tercero, de fecha 17 de mayo de 1976, “que acredita que se instruyeron actuaciones sumariales a raíz de haberse tenido conocimiento que desde el domicilio de la calle 12 de Octubre 66 de esta ciudad fue secuestrado de su domicilio, por personas ignoradas, el ciudadano Vicente Fernández Quintana”.

Mientras, documentación secuestrada en la Side consigna en una ficha como sospecha sobre Fernández Quintana que “habría prestado su domicilio, para reuniones del FAS (Frente Antiimperialista y por el Socialismo)” y que “tiene un hijo de nombre Enrique que se halla alojado en la Penitenciaría de Córdoba por hechos relacionados con Campamentos Guerrilleros de Icho Cruz”.

Esa documentación acredita, según lo manifiesta la Fiscalía actuante en el caso, la “búsqueda y persecución del nombrado y su familia, en el contexto represivo de que se trataba”, y señala que “prueba suficientemente la privación de libertad sufrida por Vicente Fernández Quintana, a lo cual cabe sumar los testimonios glosados en la causa, que acreditan su traslado y alojamiento en La Perla”.

En la causa, consta que una testigo que lo conocía por razones familiares, al ser también secuestrada en La Perla pero en fecha posterior, supo, por relatos de otros, que Fernández Quintana estuvo en ese sitio.

La investigación permitió inferir que don Vicente “vivió en la cuadra con el resto de los secuestrados, unos días permaneció acostado en una colchoneta de paja, tapado con mantas del Ejército y con los ojos vendados, como el resto de las personas (...), que se mantuvo tranquilo y solidario con el resto de los compañeros de cautiverio (...), esas actitudes se llegaban a conocer por los otros secuestrados”.

La testigo narró también que “meses después” el sargento ayudante Luis Manzanelli le confirmó su presencia en La Perla. “Era un señor mayor, muy valiente, que no nos tragaba. Su actitud fue digna y de mucha firmeza”, asegura la testigo que le dijo el militar.

El expediente suma otros testimonios y datos que corroboran el paso de Fernández Quintana por el sitio. Para la Fiscalía, “las pruebas colectadas también permiten tener por demostrado que durante su permanencia en el centro clandestino de detención fue sometido a diversas torturas físicas y psíquicas”.

Los testimonios también concuerdan en que, a las pocas semanas de su ingreso, Fernández Quintana fue “trasladado” de La Perla. En la jerga del lugar, era sinónimo de asesinado.

No fue posible establecer con exactitud la fecha en que la víctima habría sido retirada de La Perla. “Sus restos, hasta la fecha, no han podido ser habidos”, apunta la acusación judicial.

Un proceso histórico

El megajuicio por los crímenes cometidos en el centro clandestino de detención La Perla, de Córdoba, se inició el 4 de diciembre pasado. El 20 de ese mes, por la feria judicial, pasó a un cuarto intermedio y las audiencias se reanudaron este mes, en el Tribunal Oral Federal Nº 1 de Córdoba.El juicio ventila las causas iniciadas por las desapariciones de 417 víctimas. Están sentados en el banquillo 44 imputados.Las audiencias demandarán varios meses, en los que se esperan las declaraciones de 983 testigos, entre ellos varios sobrevivientes de La Perla.En las seis audiencias que se llevaron adelante en diciembre, comenzaron a desandarse los primeros pasos de lo que será un extenso debate, que se calcula durará más de un año por su complejidad y la cantidad de casos que involucra.Entre los principales imputados, figuran el extitular del Tercer Cuerpo del Ejército, Luciano Benjamín Menéndez, y los exjefes del Destacamento de Inteligencia 141, Ernesto Guillermo Barreiro, Jorge Exequiel Acosta y Luis Gustavo Diedrichs, quienes tenían a cargo ese centro clandestino de detención, el segundo en importancia en el país durante la represión ilegal.Entre la diversidad de delitos que se juzgan, se encuentran los de privación ilegítima de la libertad, tormentos, torturas, lesiones graves y homicidios.El histórico juicio representa, además, la primera vez que se juzga el robo de bebés en la provincia de Córdoba durante la dictadura. El caso que se debatirá, y que ya comenzó a exponerse en diciembre, es el de la sustracción del nieto de la titular de Abuelas de Plaza de Mayo Córdoba, Sonia Torres. 

“22”

La desaparición de Vicente Fernández Quintana es juzgada en el megajuicio conocido como “La Perla” y en el cual el principal imputado es Luciano Benjamín Menéndez.El caso del escribano figura en la causa como “hecho 22”.




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