El presidente de la Cámara de Diputados de Brasil, Eduardo Cunha, celebra su
elección.
El nuevo período legislativo tuvo inicio el domingo, con la elección de los que
irán a presidir, por dos años, la Cámara de Diputados y el Senado. En el caso de
los senadores, el escenario era previsible y el gobierno de Dilma Rousseff no
tenía mayores preocupaciones. Ganó un cacique acostumbrado a llegar a acuerdos
con el gobierno.
El problema central estaba en la Cámara de Diputados y lo que se vio fue un
desastre, peor aún que el diseñado en las más pesimistas previsiones de la
presidencia de la república.
Fue una derrota absoluta. Eduardo Cunha, diputado federal del PMDB, ganó de
manera impiadosa: 267 votos contra los 136 obtenidos por el candidato del PT,
Arnaldo Chinaglia, y los 100 del socialista de oposición Julio Delgado.
Cunha detesta a Dilma Rousseff, y ese sentimiento es plenamente correspondido.
Que él pertenezca al PMDB, principal aliado del PT, no hace más que dejar claro
que en el sistema político brasileño nada es lo que parece o debería ser.
El PMDB es un partido de ocasión, que se alía a cualquier gobierno. Su única
coherencia no es política, ni ideológica: es mantenerse al alcance de la caja
fuerte. Su meta programática jamás cambió desde el retorno de la democracia, en
1985: adueñarse de un número suficiente de escaños en el Congreso para luego
tender sus tentáculos a cargos, puestos, direcciones regionales y todo aquello
que se traduzca en su muy particular criterio de “peso político”, o sea, gordos
presupuestos y espacio para ejercer el más amplio clientelismo político posible.
Es un partido ducho en las lides del chantaje, y tiene la sólida tradición de
estar siempre dividido en dos corrientes: una leal al gobierno de turno, la otra
eternamente a las puertas de la rebelión. Todo tiene un precio en esta vida, y
eso vale tanto para leales dispuestos a mantenerse leales como para rebeldes
dispuestos a no ser tan rebeldes.
Pero esa agrupación de intereses no siempre respetables no ha sido el único
infiel: la alianza de base del gobierno de Dilma tiene nada menos que diez
partidos. Todos y cada uno fueron contemplados con ministerios y otras docenas
de cargos y puestos (no en vano Dilma tiene un gobierno con 39 ministerios, para
satisfacer el apetito de sus aliados). Y el resultado obtenido por el candidato
del PT muestra hasta qué punto la deslealtad es artículo de moda en la política
brasileña: nada menos que 44 diputados aliados que habían prometido votar a
Chinaglia, lo traicionaron. No serían votos suficientes para vencer al favorito,
pero la derrota sería menos humillante y habría una segunda vuelta de votación.
Eduardo Cunha es un político sagaz, con orígenes en los grupos controlados por
dos de los modelos más redondos de corrupción en la política brasileña de las
últimas décadas: Paulo Maluf (un diputado con orden de captura por la Interpol
en 151 países del mundo, y por aquí circula libre como un colibrí) y Fernando
Collor de Mello, único presidente en perder su puesto por un proceso de
corrupción votado en el Congreso. Pasó por varios partidos antes de aportar en
el PMDB, y siempre se mostró como un experto en satisfacer a diputados
desconocidos y con objetivos de parroquia. Para elegirse, ofreció beneficios
siderales a sus pares.
El presidente de la Cámara de Diputados, además de manejar un presupuesto de
poco más de 2 mil millones de dólares anuales, tiene control absoluto sobre la
pauta de discusiones en el plenario. Le toca a él decidir cuáles proyectos son
llevados a debate y votación, y cuándo. Igualmente le corresponde llevar a
discusión pedidos de apertura de comisiones parlamentarias de investigación,
poner –o no– en votación decretos ley emitidos por la presidencia de la
república... en fin, es dueño de un poder inmensurable.
La Cámara cuyo período legislativo se inauguró ayer es más conservadora, menos
fiable y más fragmentada que la del período anterior. Teniendo por delante un
escenario de pesadilla (inflación en alza, economía en recesión, flujo de caja
muy bajo en las arcas federales, crisis seria en el suministro de agua y de
energía eléctrica, más el gran escándalo de corrupción que involucra a la
Petrobras y a un nutrido puñado de políticos y correligionarios), todo lo que
Dilma y su núcleo político en la presidencia no necesitaban era tener a un
franco adversario, y gran experto en chantaje, presidiendo la Cámara de
Diputados.
Para empeorar los desastres, quedó claro de toda claridad que, además de inhábil
a la hora de las negociaciones políticas, Dilma eligió como articuladores a un
puñado de ministros tan idóneos como ella.
Lula da Silva, que tanto padeció en manos del PMDB, había advertido reiteradas
veces que no se debe entrar en confrontación con Cunha, un tipo vengativo. Mejor
buscar alguna composición, algún acuerdo.
Una vez más, Dilma hizo oídos de mercader a los consejos de Lula. Y, una vez
más, cosechó un resultado desastroso, esta vez traducido en una derrota
humillante.
Ahora tiene que enfrentarse a la frustración del PT y a la ambición olímpica de
los que lograron derrotarla.
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