El jefe de gabinete del Ministerio de Seguridad, Pablo Noceti, vestía un traje gris y sobretodo oscuro. Con esa vestimenta en medio del paisaje cordillerano su silueta pasaba tan desapercibida como una tarántula en un plato lleno de leche. Así fue fotografiado mientras hablaba con un oficial de la Gendarmería a la vera de la estancia Benetton en Leleque, al noroeste de Chubut. Corría la primera tarde de agosto.
Sólo habían transcurrido un par de horas desde la desaparición forzada del mochilero Santiago Maldonado, visto por última vez mientras lo cargaban a una camioneta blanca de esa fuerza durante la brutal represión encabezada por Noceti en la lof de Cushamen, apenas a tres kilómetros de allí.
Lo cierto es que esa fotografía –captada a hurtadillas por un gendarme y difundida por Nuestras Voces el 7 de agosto– subraya su participación en ese delito de lesa humanidad, el primero de la era macrista.
Para descorrer el velo de su génesis bien vale reparar en la figura de su presunto “hacedor”. Y también en sus pasos hacia aquel ominoso martes en el que Santiago fue visto por última vez cuando lo subían a una camioneta de Gendarmería Nacional.
El doctor Torquemada
Este abogado de 51 años es un sujeto de hábitos casi espartanos y bajo perfil. Por eso resulta paradójico que tras exactamente un año de silencioso trabajo en la función pública su nombre haya saltado a la luz el 13 de diciembre de 2016 por un desliz jolgorioso de su jefa, Patricia Bullrich.
“¡Este hijo de puta buen mozo es mi jefe de gabinete!”, exclamó esa noche a viva voz y ya con dicción incierta, durante un festejo por el fin de año en la sede ministerial de la calle Gelly y Obes. “¡Todas andan locas por él!”, volvió a clamar. A su lado, el aludido forzaba una sonrisa incómoda. Un video del asunto no tardó en viralizarse.
Hasta entonces el doctor Noceti había circulado como un fantasma por los pasillos del actual gobierno. Era consciente de que su profusa labor como defensor de represores y apologista de la dictadura le podría jugar en contra.
Sin embargo, en el ámbito tribunalicio no es un secreto que su postura ideológica lo sitúa a la derecha de Atila. Por eso no debe asombrar que en sus alegatos califique los juicios contra genocidas como la “legalización de una venganza diseñada por el poder político al servicio de inconfesables intereses” o que la anulación de las leyes de obediencia debida y punto final “tendría que avergonzar a todo jurista serio de la República”. Fogueado profesionalmente bajo el ala del camarista durante el “Proceso”, Alfredo Battaglia –quien luego tuvo a Galtieri entre sus defendidos–, Noceti supo afinar su visión del mundo en las filas de la Corporación de Abogados Católicos, un distinguido antro de propagandistas del terrorismo de Estado influenciado en su momento por la organización ultraderechista La Cité Catholique, cuyo imaginario bailoteaba sobre los siguientes pilares: la doctrina de la guerra contrarrevolucionaria, el método de la tortura y su fundamento dogmático tomista, cuya dialéctica se sostenía en el “principio del mal menor por el bien común”. De modo que con tal soporte él redondeó su reivindicación teórica de la desaparición forzada de opositores. Y con una escalofriante economía de palabras: “Un enemigo no convencional exige protocolos atípicos”. En realidad su gran problema es que ahora alucina una guerra imaginaria.
Tal ensoñación en esta etapa de su vida se cristaliza en una “hipótesis de conflicto” sostenida por él con notable empeño: la amenaza indigenista. Algo que la señora Bullrich adoptó como propio y que además le vino de perillas al gobernador de Chubut, Mario Das Neves, en el marco del litigio por tierras de la comunidad mapuche con el Grupo Benetton.
Ya el 30 de agosto del año pasado el Ministerio de Seguridad elaboró un informe de gestión con el siguiente andamiaje argumental: los reclamos de los pueblos originarios no constituyen un derecho garantizado por la Constitución sino un delito federal porque “se proponen imponer sus ideas por la fuerza con actos que incluyen la usurpación de tierras, incendios, daños y amenazas”. Una dinámica cuasi subversiva, puesto que –siempre según ese documento– “afecta servicios estratégicos de los recursos del Estado, especialmente en las zonas petroleras y gasíferas”.
Ahora se sabe que ese paper es fruto del puño y la letra de Noceti, quien 20 días antes había sido detectado en Esquel por la Asociación de Abogados de Derecho Indígena (AADI). Tal revelación provocó su segundo traspié: ser sorprendido por un reportero gráfico del medio Noticias de Esquel durante el juicio por la extradición a Chile del líder mapuche Facundo Jones Huala. Su foto fue publicada esa misma tarde.
Entonces le fue imposible eludir una entrevista con Radio Nacional de aquella ciudad en la que blanqueó sus intenciones: “Evaluar la comisión de un delito federal, porque acá hay un grupo que pretende atemorizar a la gente con el método de la violencia”. Fue el inicio de la estigmatización del movimiento Resistencia Ancestral Mapuche (RAM). Ya en ese instante él se jactó de poder encarcelar a sus integrantes sin orden de un juez, en base a una interpretación algo antojadiza del artículo 213 bis del Código Procesal, referido a situaciones que ponen en riesgo la seguridad interna de la nación.
A partir de aquel día en Esquel, El Bolsón y otras localidades aledañas comenzaron a circular caras extrañas; personal encubierto de Gendarmería y la Policía Federal, junto con agentes de la AFI. Sin mucho disimulo todos ellos espiaban a la población, algo prohibido por la ley de inteligencia Nº 25.520. En medio de esa tensa calma transcurrieron los siguientes cuatro meses.
Noceti había activado una bomba de tiempo.
“¡Ese es mi jefe de gabinete!”, repetía la ministra durante ese simpático festejo de diciembre. El aludido ya no sonreía.
Es posible que en aquel instante pensara en otro “jubileo” de inminente realización. Una especie de homenaje a la Campaña del Desierto. A tal fin se mantenía en contacto con el gobernador Das Neves, el juez federal de Esquel, Guido Otranto y su par en la justicia ordinaria, José Colabelli.
Cuatro semanas después Noceti viajó otra vez a esa ciudad chubutense.
El regreso del general Julio Argentino Roca
El evento se efectuó en la localidad de Cushamen entre el 10 y 11 de enero del corriente año, auspiciado por las máximas autoridades de la provincia con el apoyo del Ministerio de Seguridad de la Nación. Su cronograma ofreció tres espectáculos de categoría: el martes a la mañana, apaleamiento de “indígenas” –incluidos niños y mujeres– por 200 gendarmes en un tramo de las vías del tren La Trochita; el martes a la tarde, saqueo de los animales de la comunidad mapuche y cacería de “indígenas” por patotas de la policía local; miércoles a la madrugada, prácticas de tiro al blanco –con postas de goma y plomo– sobre objetivos “indígenas”, también a cargo de aquella fuerza policial. El saldo de ambas jornadas fue fructífero: 11 detenidos y 15 heridos; dos, de gravedad. En la clausura de la celebración el gobernador Mario Das Neves se lució con una rima: “Entre los mapuches hay violentos que no respetan las leyes, la Patria y la bandera, y que agreden a cualquiera”.
Aquellas fueron sus exactas palabras. Una frase por cuya terrorífica simpleza se desliza un auténtico progrom en clave telúrica.
Noceti volvió a Buenos Aires, dejando atrás una agria disputa entre Das Neves y Otranto por las repercusiones negativas del asunto a nivel nacional.
“¡Fue el juez quien armó todos este lío! Fue él quien ordenó reprimir”, proclamaba el gobernador ante todo micrófono que tuviera a tiro.
Entre ambos había un encono preexistente originado por la nulidad del proceso de extradición contra Facundo Jones Huala decretada por Otranto al probarse que el único testigo había aportado datos bajo tortura. Entonces Das Neves lo denunció en el Consejo de la Magistratura.
Y ahora insistía: “¡Fue el juez quien armó todo este lío!”
Pero Otranto argumentó que su orden a la Gendarmería solo se limitaba a “remover y secuestrar los obstáculos materiales que se encuentren colocados sobre las vías del tren sin que ello contemplara detenciones”, apuntando – sin nombrar a nadie– hacia el enviado del Poder Ejecutivo nacional.
Mientras tanto, en Buenos Aires reinaba un clima apaciguado. “Quedate tranquila; este es un tema de Mario”, susurró Mauricio Macri a la oreja de la ministra Bullrich. El tal Mario, claro, no era otro que Das Neves.
Esas palabras fueron dichas el miércoles por la tarde en el Salón Blanco de la Casa Rosada minutos antes de que el Presidente les tomara juramento a los nuevos ministros Nicolás Dujovne y Luis Caputo.
Y muy tranquila –como bien quería Mauricio– “Pato” aplaudía a rabiar los chascarrillos futbolísticos vertidos por él durante la ceremonia.
A su lado, con expresión imperturbable, ya estaba Noceti.
El siguiente capítulo de esta historia comenzó a palpitar durante la visita oficial de Macri a su par chilena, Michelle Bachelet. Era el martes 27 de junio cuando el mandatario argentino ingresó al Palacio de la Moneda. Allí mantuvo una reunión privada con la anfitriona, de quien se despidió pasadas las tres de la tarde. Después trascendió que entre otros asuntos ambos hablaron sobre la situación de Facundo Jones Huala, requerido por la justicia trasandina por su presunta autoría en el incendio de una propiedad rural También se supo que Macri prometió hacer lo posible por dar curso favorable a su extradición.
Ese mismo día el líder mapuche fue detenido por la Gendarmería en la ruta 40 y encerrado en la cárcel federal de Bariloche. No había ninguna orden de arresto en su contra. El hecho de que su captura haya sucedido en ese sitio indica que lo venían siguiendo. El responsable de dicha tarea de inteligencia ilegal fue nada menos que Noceti, quien hasta se dio dique por ello.
El asunto causó una nueva escalada de fricciones entre los mapuches y los uniformados. Tanto es así que el 31 de julio, integrantes de esa comunidad reclamaron ante el juzgado federal de Bariloche la liberación de Jones Huala. Por toda respuesta hubo una andanada de balas de goma sobre el cuerpo de los manifestantes. Muchos resultaron heridos y se efectuaron nueve detenciones.
Horas después Noceti convocó en Esquel a todas las fuerzas federales y provinciales de Río Negro y Chubut.
Seguidamente se prestó a la requisitoria periodística para dar a conocer el motivo: “Comenzar a tomar intervención y detener a todos y a cada uno de los miembros de la RAM que causen delitos en la vía pública y en flagrancia”. Otra vez se jactó de que para eso no necesitaba la intervención de un juez. Y casi en clave de lapsus supo reconocer el espionaje sobre esa organización al afirmar: “Sabemos quiénes son; los tenemos identificados a todos y estamos investigando sus fuentes de financiación”. Por último, ya con un extraño brillo en la mirada, implicó en las acciones de la RAM al premio Nobel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel, a “gente vinculada al gobierno anterior” y también al “extremismo kurdo”.
Al día siguiente su bomba de tiempo estalló en mil pedazos.
El martes negro
Eran exactamente las 11 de la mañana del martes cuando una horda de 100 gendarmes irrumpió en la lof de Cushamen disparando balas de goma y plomo a mansalva, antes de quemar objetos pertenecientes a las familias. En aquellas circunstancias muchos pobladores corrieron hacia el río, a unos 100 metros al este de la comunidad. Entre ellos, Santiago. La mayoría alcanzó a cruzar las aguas y así ponerse a salvo. Santiago no pudo hacerlo.
La tropa pertenecía a los escuadrones de Esquel, Bariloche y El Bolsón. Mientras el primero –al mando del comandante Pablo Ezequiel Bodié– cubría el perímetro del teatro de operaciones, el segundo –al mando del comandante Luis Alberto Pizzati– ingresaba al predio mapuche detrás de la columna del tercer escuadrón –al mando del comandante Fabián Méndez–, cuyos hombres tuvieron el papel más activo en la faena. Tanto es así que su jefe llevaba la voz cantante entre los gendarmes de las tres unidades y funcionaba como correa de transmisión entre todos ellos y las órdenes impartidas por el doctor Noceti.
Mientras unos 30 gendarmes del Escuadrón de El Bolsón perseguían a quienes se replegaban por él río, Santiago quedó agazapado entre la maleza, detrás de un árbol. Veinte minutos después desde la otra orilla se escuchó el vozarrón de un uniformado al exclamar: “¡Tenemos a uno!”; luego se oyó otra exclamación: “¡Estás detenido!”. A continuación, una persona que estaba en una lomada próxima a dicha orilla vio un grupo de gendarmes golpeando a un muchacho maniatado que era arrastrado hacia la lof. Hasta allí, raudamente, ingresó un camión liviano Unimog en cuya caja el cautivo fue subido. Y otra vez raudamente, ese vehículo avanzo 400 metros hasta detenerse junto a una camioneta Amarok con el logo de la fuerza, estacionada a la vera del cruce hacia El Maitén. Allí –siempre según las personas que observaban la escena desde la orilla opuesta– los gendarmes formaron en hilera para obstaculizar la visión del trasbordo de Santiago a ese vehículo, que finalmente arranco hacia Esquel. Desde entonces no se sabe nada de él.
Pero sí de aquella camioneta. A pesar de haber sido lavada, el peritaje realizado en El Bolsón por la Policía de Chubut y la Federal pudo detectar una mancha de sangre en el asiento trasero y otra en la caja. Las conclusiones al respecto están cifradas en los exámenes del ADN.
En tanto, como si él no fuera el principal sospechoso del asunto, Noceti declaraba a radio Belgrano Bariloche: “Tenemos una hipótesis que está siendo investigada, pero por el momento no puedo contarla”. Casi un chiste.
En tanto, la única respuesta oficial del hecho se reduce a 13 palabras: “No hay testimonio de nadie que diga que Maldonado estuvo ahí aquel día”.
En tanto, la peor tragedia política de la historia argentina se repite pero de ninguna manera con forma de farsa.
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