17 sept 2017

Jucio y Muerte a Aramburu


Pagará lo que debe: el fusilamiento de veintisiete patriotas mandados al altar del sacrificio en junio del ´56. Más robo y profanación del cadáver de la Abanderada de los Trabajadores, cuerpo que tiene que devolver. Con este operativo debutará nuestra organización, doce apóstoles dispuestos a jugarse la vida en el ajusticiamiento.

Lo empezamos a fichar a Aramburu desde la biblioteca del colegio Champagnat, justo frente al edificio donde él vive.

En estos cinco meses de chequeo, detectamos que no cuenta con custodia permanente ni rondas de patrulleros que lo protejan. Se nos ocurre: ‑-Si no tiene custodia, ¿por qué no vamos a ofrecérsela?

Absurdo; pero usaremos tal pretexto. Resolvemos entrar y sacarlo directamente de su octavo piso, lo que requiere una buena “llave”. La mejor excusa es presentarse como oficiales del Ejército. El Gordo Maza y otro compañero han sido liceístas, y conocen el comportamiento de los militares. Empiezan a enseñarnos movimientos y órdenes; ensayamos.

Yo, Norma Arrostito, propongo: -‑Es cosa de comprar ropa en una sastrería militar en la Avenida de Mayo y que los muchachos se corten el pelo. Llevando gorras e insignias, con sus veintidós años pasarán por colimbas.

Pero como mujer, mi rol será otro
Por empezar, testifico los hechos:

La noche previa, Fernando llama a Aramburu por teléfono. El general lo trata mal, “que deje de molestar”, pero se delata: el dictador se halla en su casa.

Y salimos el 29 por la mañana. Capuano Martínez va de chofer con otro compañero, ambos de civil y pelo bien cortito. Detrás, Maza con uniforme de capitán, y Fernando Abal, como teniente primero.

Ramus maneja una pick‑up. Y yo, Norma Arrostito, lo acompaño en el asiento de adelante, con peluca rubia, bien vestida y algo pintarrajeada. Los otros dos, uno de cura y otro con uniforme de policía.

En el vehículo dejamos un par de metralletas. Y granadas.

Bajamos.

Llego hasta la puerta misma del departamento y me paro ahí con una pistola.

Un compañero queda en el séptimo piso, con la puerta del ascensor abierta, en función de apoyo. Fernando y el Gordo ascienden un piso más. Tocan el timbre, rígidos en su apostura militar. Fernando tieso por la “metra” que lleva bajo el pilotín verde.

Los atiende la mujer del general. No duda: son oficiales del Ejército, los invita a pasar, les ofrece café mientras Aramburu termina de bañarse. Al fin el general aparece, sonriente. Escucha complacido el ofrecimiento de custodia que le hacen esos jóvenes militares. A Maza le descubre enseguida el acento cordobés. Las cortesías siguen un par de minutos mientras el café se enfría y el tiempo también. Hasta que Fernando ordena: -‑Mi general, usted viene con nosotros.

Sin mayores explicaciones. Si se resiste, lo mataremos ahí. Ése es el plan aunque no quede vivo ninguno de nosotros.

Pero no, ya camina apaciblemente entre el Gordo Maza que le pasa el brazo por el hombro, y Fernando que lo empuja levemente con la metra oculta.

Aramburu no entiende nada. Debe creer que alguien se adelanta al golpe que ha planeado; no duda de que sus captores son militares.

Abordamos la camioneta. Algunos bajamos para ir a redactar el comunicado del caso. Los que siguen cambian de vehículo. La Gladiator lleva toldo y la parte trasera camuflada con fardos de pasto. Retirando un fardo, queda una puertita. Por ahí entran Fernando y el otro compañero, con Aramburu. Conduce Ramus, dueño legal de la camioneta.

Hemos estudiado la ruta directa a Timote, (donde se efectuará el juicio) ruta segura, apartada de puestos policiales y poblados. Adelante, el taxi que maneja Capuano. Con walkie‑talkies nos aseguramos la comunicación entre todos.

Vía de escape sencilla.

Aramburu no habla en todo el viaje. A la una de la tarde la radio ya comenta el “presunto secuestro”. Pocas horas después arribamos a La Celma, estancia de la familia Ramus.

Sentamos a Aramburu en la cama de un dormitorio. Fernando anuncia: “General Aramburu, usted está detenido por una organización peronista, que lo va a someter a juicio revolucionario”.

Recién ahí parece comprender. Sólo responde: “Bueno”. Sereno.

Se utiliza un grabador. Todo es lento, fatigoso; no queremos presionarlo ni intimidarlo, y él se aprovecha; demora cada respuesta, contesta “No sé”, “No me acuerdo”.

Primera imputación: el fusilamiento del general Valle y otros patriotas que se alzaron contra la dictadura el 9 de junio de 1956. Pretende negar. Le leemos sílaba a sílaba los decretos 10.363 y 10.364, de su firma, que los condenan a muerte.

Leemos las crónicas de las ejecuciones de civiles en Lanús y José León Suárez.

Finalmente reconoce: “Nosotros hicimos una revolución, y cualquier revolución fusila a los contrarrevolucionarios”.

Pasamos a las pruebas del golpe militar que prepara. Aramburu lo niega terminantemente. Le precisamos su enlace con un general en actividad, responde “sólo es amigo”. Luego lo acusamos por el robo del cadáver de Evita. Se paraliza.

Que “sobre ese tema no puede hablar” por una cuestión de conciencia, dice, pero “ella tiene cristiana sepultura”. Intenta pactar: hará que el cadáver aparezca, bajo palabra de honor.

Anochece. Vamos a otra habitación. Pide papel y lápiz. Escribe antes de acostarse a dormir. A la mañana siguiente reiniciamos el juicio. Lo interrogamos sin grabador. A tirones cuenta la historia verdadera: el cadáver de Eva Perón está en un cementerio de Roma, con nombre falso, bajo custodia del Vaticano. La documentación vinculada con el robo del cadáver, en una caja de seguridad del Banco Central a nombre del coronel Cabanillas.

Es ya la noche del 1º. -‑Nuestro Tribunal va a deliberar -anunciamos. Desde ese momento no se le habla más. Lo atamos a la cama. Pregunta por qué. A la madrugada Fernando le comunica el veredicto: “General, se lo ha sentenciado a pena de muerte. Va a ser ejecutado en media hora”.

Ensaya conmovernos. Habla de la sangre que nosotros, muchachos jóvenes, derramaríamos. A la media hora le atamos las manos a la espalda. Pide que le atemos los cordones de los zapatos. Lo hacemos. Pregunta si se puede afeitar. No hay utensilios. Lo llevamos por el pasillo interno de la casa en dirección al sótano. Pide un confesor. Le decimos que no podemos porque las rutas están controladas. “Si no pueden traer un confesor ¿cómo van a sacar mi cadáver?”; avanza dos o tres pasos: ‑-Y… ¿qué va a pasar con mi familia? -inquiere.

El sótano es tan viejo como la casa, tiene setenta años. La escalera se bambolea. Me adelanto para ayudar su descenso. “Ah, me van a matar en el sótano”, constata.

Bajamos. Le ponemos un pañuelo en la boca y lo colocamos contra la pared. La ejecución será a pistola.

Fernando asume la tarea de ejecutarlo. Para él, el jefe debe correr con la mayor responsabilidad. –General -dice-, procederemos. “Proceda”, responde Aramburu.

Fernando dispara la pistola 9 milímetros, al pecho. Después hay dos tiros de gracia, con la misma arma, y uno con una 45. Se lo cubre con una manta. Nadie se anima a destaparlo mientras cavamos el pozo en que lo enterramos.

Nota basada en testimonios reales de los protagonistas. El general Aramburu, propulsor de la “Revolución Libertadora”, que derrocó al gobierno constitucional de Perón, asumió el 13 de noviembre de 1955 su dictadura, autotitulándose Presidente de facto. La “organización” que lo ejecutó el 1 de junio de 1970 estaba integrada por doce personas, entre los de Buenos Aires y los de Córdoba. En el operativo participaron diez, y entre los de intervención más directa se encuentran Carlos Capuano Martínez, Carlos Maguid, Ignacio Vélez, Carlos Gustavo Ramus, Fernando Luis Abal Medina, Emilio Maza y Esther Norma Arrostito, todos de la agrupación Montoneros.

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