Nunca pensé que mis habilidades de tejedora me iban a ayudar a lograr ese objetivo. Ese verano aprendí a tejer unos bolsos al crochet, con pelotitas de madera pintadas. Hice varios de distintos hilados y colores y una “boutique” de una galería platense los tomó en consignación. Al poco tiempo los había vendido todos y con esa plata me compré los patines añorados.
Patinaba en el patio de mi casa, a los golpes, luchando con las cintas gross de color naranja que se me desataban; mis rodillas se llenaban de raspones, mis codos de moretones, pero valía la pena: cuando podía deslizarme unos metros… era Melody. Sólo me faltaba quien me tomara la mano.
Los veraneos en Mar del Plata me daban la posibilidad de alquilar patines, por hora, en el Piso de Deportes. En La Plata no existía; me parecía maravilloso. Una de las canchas de básquet, los días de lluvia, la usaban como pista de patinaje. Me ponía pequeñas metas cuando iba a practicar: dar dos vueltas sin agarrarme de la baranda, frenar de golpe con un solo patín, hacer una vuelta de cuclillas; no dudaba en agarrarme del primero que pasaba con tal de cumplir mi objetivo.
En una prueba perdí el equilibrio y la caída era inminente; moví los brazos como aspavientos pero era inútil. Sentí una mano que apretó la mía, me aferré fuerte y de un tirón me levantó. Recuperé el equilibrio y sin decir nada, seguimos avanzando por la pista dando varias vueltas tomados de la mano: era Horacio, con sus pecas y nariz grande. ¿Yo? Melody.
Supe su nombre cuando, apoyados en la baranda y a los gritos, comenzamos a hablar. Nos sorprendió que fuéramos de La Plata y fue inevitable empezar a tantear los gustos: los dos socios del club Universitario, no nos gustaba ir a bailar a confiterías, ni las coreografías de Música en Libertad o de Alta tensión; toda una definición de afinidad en esa época. En el fútbol no nos poníamos de acuerdo: yo de Gimnasia, él de Estudiantes. Nos despedíamos con un: “si venís otra vez nos vemos…”. Y así ocurría. Lo veía de lejos y le pasaba cerca; al rato estábamos tomados de la mano patinando. Nada más.
Nos volvimos a ver después de un año en La Plata, en las fiestas de carnaval del club Universitario. Horacio era tímido y reservado, pero me gustaba que no dijera pavadas. Casi sin hablar, bailamos lentos y coreamos entusiasmados al dúo Bárbara y Dick que actuaba en vivo esa noche, con su mítica canción “El funeral del labrador”.
En el ‘75, ya absorbida por la militancia, dejé atrás el club y los bailes. En un encuentro de la UES lo vi a Horacio. No tuvimos que decir nada, nos miramos, sonreímos y entendimos que habíamos elegido el mismo camino. Me dio mucha alegría.
Los encuentros se hicieron más frecuentes y casi de lo único que hablábamos era de la militancia. Horacio estaba menos tímido: había leído mucho de política y eso le daba más soltura para hablar. Parecía más grande, seguro de sus actividades, muy comprometido.
En agosto del ‘76, por los cambios en la organización de la UES, Horacio se había convertido en mi responsable por unos meses. Teníamos asignada la tarea de hacer una volanteada en la puerta de la escuela de 1 y 38.
–Tomá, guardalos –me dijo Horacio mientras me entregaba los volantes envueltos en papel de diario.
–¿No nos expone mucho hacer esto? –pregunté, convencida de que no estaban dadas las condiciones de seguridad para hacerlo.
–No te preocupes, todo va a salir bien.
–Ok. Nos vemos mañana –le di un beso y me fui escondiendo el paquete en una bolsa de mandados, debajo de un atado de acelga y unas lechugas.
Me fui a coser un bolsillo, disimulado en una campera, para llevar los volantes y que no me vean con ningún paquete sospechoso; en esos días todo era sospechoso, había que extremar los cuidados.
Al otro día repasé mentalmente mil veces las citas y los horarios establecidos. Me puse ropa cómoda, nada de plataformas, por si había que correr. La campera quedó bien, no se notaba el bulto de los volantes. Me fui caminando, eran muchas cuadras pero me permitía regular la hora y no depender de los micros; iba mirando si había alguna pinza policial. Tenía que esquivarlas. No me podían agarrar con esos papeles; me jugaba la vida. Cada movimiento raro en la calle me intranquilizaba, trataba de calmarme. Miraba el reloj a cada minuto, regulaba el paso. Estaba cerca y era un poco temprano. Di unas vueltas, vi a otros compañeros en las calles trasversales, haciendo tiempo para la cita. Estaba Horacio, no llevaba la campera verde oliva, por seguridad se recomendaba que no se usaran más. Tenía un pulovercito escote en V y una chomba, estaba muy prolijo. Me tranquilizó verlo.
A la hora prevista nos acercamos a la entrada de la escuela. Yo ya había sacado los volantes de la campera me los había colocado en el pecho.
–Ahora –gritó Horacio.
Algunos alumnos agarraban los papeles que le volaban por la cabeza, firmados por UES-Montoneros, pero a la mayoría no les interesaba; ni llegaban a leer las consignas “Libertad a los presos políticos”, “Fuera los militares”.
Váyanse, voy a llamar a la policía –gritó un preceptor, mientras bajaba a toda velocidad por las escaleras.
Lo miré a Horacio desesperada y me hizo una seña con la cabeza para que me vaya; al rato dio la orden a todos de desmovilizar.
A la media hora fui a la cita de control. Yo estaba furiosa. Todavía me duraban las palpitaciones y me temblaban las piernas, casi me agarraba ese preceptor facho.
–Esto fue una locura Horacio. No tiene sentido que nos regalemos así. ¿Quien leyó los volantes? ¿Valió la pena?
–Sí, es cierto, estábamos muy expuestos. Pero siempre vale la pena, con que uno lo haya leído, valió la pena.
–¿Un volante por uno de nosotros? Me parece muy desigual. Qué sé yo… me parece que tenemos que hacer cosas pero menos visibles…
–Puede ser. Pero hay que seguir.
Me apretó en un abrazo. Los botones de su campera verde oliva, impregnada de olor a cigarrillo, se me incrustaron en la cara. Me daba palmaditas en la espalda y en la cabeza; una manera de contenerme y darnos fuerza.
No hubo próxima cita; nos reencontramos en el Pozo de Arana. Fue devastador escuchar su voz, no sabía que a él también lo habían secuestrado. En la sala de tortura nos hacen hablar, una especie de careo. Con voces temblorosas intercambiamos algunas palabras; suficientes para darnos aliento y fuerza.
Estaba desnudo, casi no hablaba, sólo gritaba cuando no le tapaban la boca. Un grito desgarrador.
A los seis días de estar ahí, donde no comimos absolutamente nada, nos hicieron subir a varios compañeros a un camión. Casi nadie hablaba, estábamos en muy malas condiciones. Yo no sabía quién viajaba, salvo las chicas que estaban conmigo en la celda. Frenamos en el camino. Un guardia leyó una lista para que se bajaran.
–Horacio Ungaro –se escuchó.
Sentí unos pasos, mezclados con los otros que iban llamando: Claudia Falcone, María Clara Ciochini, Daniel Racero, Claudio de Acha, Francisco López Muntaner, otros nombres que trataba de recordar.
No pudimos despedirnos.
De todas las imágenes que compartí, elijo siempre recordar a ese muchacho pecoso, de nariz grande, chaqueta verde oliva, parco y comprometido, que me tendió la mano para que no me caiga cuando patinaba y logró hacerme sentir Melody.
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