“En Argentina el problema no es el delito sino la impunidad”. Desde hace más de
veinte años me acompaña esta idea. Es un mantra siniestro que une, entre otros
hechos gravísimos, el atentado contra la AMIA con la muerte del fiscal Alberto
Nisman.
Actos terroristas, crímenes mafiosos, lavado de dinero, narcotráfico y suicidios
misteriosos no son un invento nacional. Los países desarrollados son escenarios
habituales de estas lacras. La diferencia es que en la mayoría de las
democracias consolidadas los responsables de esos ataques son habitualmente
detenidos y castigados. En Argentina, en cambio, la sanción de delitos complejos
es una quimera. Y algo más grave, con el paso de los años, la sociedad se
acostumbró a convivir con la impunidad.
Ese elefante ciego, que sólo atropella a los pequeños, en el que se convirtió la
Justicia nacional -con el aval de la clase política y la complicidad de la
corporación judicial- tiene ahora uno de sus mayores desafíos. Determinar qué
pasó con Nisman: si se mató o lo “suicidaron”. Y si se quitó la vida, acercarse
al por qué. Cuáles fueron las razones de una decisión que, en principio, aparece
como incomprensible. Y si “lo ayudaron” a morir, identificar a los responsables
para castigarlos.
Urge establecer, además, si su muerte tiene alguna relación con la denuncia que
hizo contra la Presidenta Cristina Kirchner y su canciller por encubrimiento. Y
esto debe ser independiente de la calidad probatoria del escrito de casi 300
páginas presentado por el fiscal (juristas de distintas posturas ideológicas lo
consideran pobre en pruebas). La gravedad institucional de lo ocurrido no admite
vacilaciones ni excusas a la hora de aclarar que pasó.
Claro que con el antecedente de lo realizado en la causa AMIA, no hay demasiado
lugar para el entusiasmo. Cuando murió, el fiscal investigaba el mayor atentado
terrorista de la historia argentina desde una fiscalía especial, creada por
Néstor Kirchner en 2005 y contaba con presupuesto propio y grandes recursos. Sin
embargo, el resultado es magro. Después de dos décadas de investigación judicial
no hay ningún detenido. Sólo se sostiene la llamada pista iraní, sobre la que
estaba profundamente convencido el fiscal fallecido y que fue alentada por los
Estados Unidos (como lo reveló el periodista Santiago O´Donnel en sus libros
Argenleaks y Politileaks).
De la famosa conexión local del atentado de 1994 no quedó nada. Se contabiliza
un intento de soborno para orientar la pesquisa con fondos de la SIDE y, además,
el juez y los fiscales que tenían la obligación de encontrar la verdad cuando se
produjo el atentado, terminaron procesados. El entonces presidente de la Nación,
Carlos Menem, y varios miembros de su gabinete irán a juicio acusados de
obstruir la justicia y ocultar pruebas. Una verdadera postal de ineficacia y
corrupción.
Pero volviendo a la torre del edificio de Le Parc, cuando todavía no había
pasado el primer impacto de la tragedia la Presidenta contribuyó como pocos a la
confusión general. Mientras los sectores de la prensa más críticos al gobierno,
casi sin información, hablaban de crimen político y los más afines al
kirchnerismo, con la misma carencia de datos, se inclinaban por el suicidio de
un “hombre abrumado”, la mandataria utilizó las redes sociales para deslizar
primero la hipótesis de una muerte por mano propia y 24 horas después abonó la
idea del homicidio.
Luego, en cadena nacional, puso foco sobre el técnico informático Diego
Lagomarsino, quién le suministró al fiscal el arma de dónde salió el disparo
fatal y fue la última persona que lo vio con vida. ¿Hacía falta emitir esos
juicios livianos e, incluso, suministrar datos erróneos sobre la investigación?
¿No es una obviedad que Lagomarsino debe ser escaneado judicialmente con extremo
rigor? ¿Por qué no tuvo un gesto hacia la familia del muerto? ¿Quién asesora a
la Presidenta en estos temas? ¿Nadie paga con su cargo la sucesión de torpezas?
¿O es que no hay a quien reprender dado que Cristina Kirchner no admite consejos
ni sugerencias?
Más allá de estos interrogantes y del impiadoso juego de la política y los
medios, es forzado sostener que la mandataria tenga vinculación directa con el
deceso del fiscal. El daño político que le provocó al gobierno la muerte de
Nisman es mayor al impacto de su denuncia (ahora en manos del Juez Daniel
Rafecas). Me encontraba en el exterior cuando ocurrió la muerte. La lectura
mediática fue tan inevitable como demoledora: “apareció muerto el fiscal que
denunció a la Presidenta Kirchner”. Las personas que me consultaron en esos
días, ya tenían una idea formada y decían cosas como “al fiscal lo mataron para
que no hablara”.
Dónde hay una responsabilidad política ineludible del gobierno nacional es en el
mantenimiento, durante una década, de una estructura de inteligencia viciada,
corrupta y con escandalosos niveles de autonomía. Desde el retorno a la
democracia, la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE), o SI, como se llamó
después, se dedica con más interés al espionaje interno, las operaciones
políticas y el uso de fondos públicos para torcer decisiones judiciales que a
prevenir delitos. Diez años de esas prácticas le corresponden a este gobierno.
La reforma del área de Inteligencia llega tarde y originada por una tragedia. La
necesaria reorganización del espionaje nacional es una operación que requiere
tanto de eficacia como de consenso. Los mejores especialistas que tiene el país
en la materia no fueron consultados. Ni siquiera los que están cerca del
gobierno. Este movimiento recuerda al cambio de política ferroviaria motivado en
el accidente en la estación de Once donde fallecieron 52 personas. Está muy bien
inaugurar líneas férreas y cambiar formaciones de trenes pero esos gestos
necesarios no borran los años de gestión de Ricardo Jaime.
Dos episodios revelan la clase de relación de la SIDE con algunos jueces
federales. En 1998 una de las primeras tapas de la revista Veintitrés narraba
cómo los magistrados percibían “sobres” de la oficina de inteligencia comandada
en ese momento por Hugo Anzorreguy. Una mujer despechada –cuando no, en la
historia reciente de la Argentina– pidió en el juicio de divorcio contra su
marido, un juez federal, la división real de bienes que, según ella, incluía los
sobresueldos que su pareja cobraba de los espías. Según cuenta la nota firmada
por Jorge Lanata, cuando la mujer dijo que el sueldo de su marido era de diez
mil pesos le preguntaron: “¿Pero no gana cinco mil?” y ella respondió: “Cinco
mil como juez y los otros cinco mil son del sobre de la SIDE”.
El otro hecho ocurrió en 2004, el entonces Ministro de Justicia, Gustavo Beliz
cuestionó públicamente el accionar de la SIDE. Hasta opinó que con algunos
informes los agentes engañaban al entonces presidente Néstor Kirchner. Por
entonces tenía un proyecto para modificar el fuero federal y consideraba que
para llevarlo a cabo era requisito intervenir la agencia encargada de la
inteligencia.
Beliz no sólo tuvo que renunciar a su cargo. Después de mostrar en el programa
que conducía en televisión Mariano Grondona el rostro de Jaime Stiuso, Director
de Operaciones e histórico número 3 de la inteligencia argentina, se vio
obligado a salir del país. “Quien maneja la SIDE, un hombre al que todos le
tienen miedo… Cuando se lo nombra en una reunión te dicen no te metas, te puede
mandar a matar, te puede armar operaciones…es quien ha embarrado toda la causa
AMIA…es uno de los grandes responsables de que la causa AMIA se frustrara”,
señaló Beliz ante las cámaras de televisión. El ex Ministro pagó por esa acción
temeraria con una década de exilio voluntario. Recién volvió a pisar la
Argentina el año pasado. Actualmente trabaja para el Banco Interamericano de
Desarrollo (BID) y espera que la Corte Suprema lo absuelva por revelar secretos
de Estado (algo prohibido por la legislación penal).
A pesar del escrache televisivo, Jaime Stiuso continuó en su cargo. Siguió
siendo el más importante funcionario de inteligencia después de los dos cargos
políticos nombrados por el Presidente. Fue relevado recién hace unas semanas en
una purga ordenada por Cristina Kirchner. No son pocos, entre funcionarios y
opositores, los que le asignan alguna responsabilidad en lo que pasó con Nisman.
Lo que se sabe es que tenían una estrecha vinculación personal. La fiscal
Viviana Fein todavía no lo tuvo en cuenta en lo que va de su investigación.
El núcleo duro de la corporación de espías locales funciona con autonomía desde
hace décadas. Los gobiernos que llegaron al poder desde 1983 apenas agregaron
algunas capas de sus militantes. La transparencia y control parlamentario que se
anunció reiteradas veces siempre fue maquillaje. Mientras tanto los agentes
hacían operaciones de todo tipo para las autoridades de turno y les marcaban la
cancha cuando era necesario. No se puede pretender alimentar a un monstruo y
después enojarse porque te muerde la mano.
En general los opositores critican al gobierno nacional por lo que “hizo mal”.
El oficialismo, por su parte, enumera hasta el cansancio lo que “hizo bien”. La
discusión se simplifica de manera infantil. Se habla de década ganada o de una
década perdida sin establecer ponderaciones certeras. Hace años que en la
Argentina, la verdad dejó de ser relevante a la hora de contar la realidad.
Desde una perspectiva progresista, lo más cuestionable del kirchnerismo es lo
que pudo hacer y no hizo. La democratización de los servicios de inteligencia,
su transparencia, profesionalización y control parlamentario, es un aspecto que
se suma a las incumplidas promesas de reforma fiscal, reformulación del sistema
bancario y desconcentración de la economía. Se le atribuye a Raúl Alfonsín la
frase: “no supe, no pude o no me dejaron”. En cualquier caso, la excusa no
cotiza. Cuando se tiene el poder, la responsabilidad es la misma.
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