Un señor mayor de rasgos y acento caribeño –piel y ojos color café, una voz
melindrosa– ingresa al lobby de un hotel cuatro estrellas de Atenas. Tras pasar
la puerta giratoria, los recepcionistas fijan automática su mirada en dicha
persona, notoriamente extranjera para sus ojos griegos, con una inusual atención
y se disponen a escuchar sus solicitudes con sumo esmero. La actitud solícita de
los empleados no está basada en la rigurosidad profesional ni en la solidaridad
con el otro; para ellos, previa bajada de línea de la patronal, cada cliente
fronteras afuera de Grecia es una oportunidad única para conseguir billetes
físicos, cash, dinero en tiempo presente y no líquido o electrónico, que hoy es
mucho más corriente para las transacciones diarias. Tras la reciente restricción
fijada por el gobierno griego sobre el retiro de efectivo en los circuitos
bancarios para evitar la huida en estampida de capitales –los jubilados tienen
un tope de 120 euros por semana–, la calle griega está seca de euros. Contar con
un papel de color timbrado por Banco Central Europeo en la billetera es hoy una
excentricidad en Grecia, una rareza, casi una ostentación. Los turistas, por lo
pronto, vetados de usar la tarjeta de crédito, implican para los negocios una
presa a conquistar, un jugo del que nutrirse en tiempos de escasez.
En paralelo, el gobierno de Syriza busca ganarse el corazón de los griegos y no
perder el apoyo de su base social en la previa del referéndum regional con el
impulso de medidas políticas que buscan simplificar la vida diaria. El gobierno
del primer ministro Alexis Tsipras, por ejemplo, promulgó la gratuidad del
transporte público. Para los trabajadores el anuncio de Tsipras implicó un
alivio. Sin embargo, para los comerciantes, el cepo bancario se convirtió en un
problema porque los consumidores ahora están replanificando sus gastos. Sesenta
euros, el máximo a retirar de un cajero, pueden tener una mayor vida útil si la
agenda de gastos implica compras de la canasta básica. Para un plan más
hedonista, seis billetes de diez euros es una limitación insalvable. “La
situación es muy mala. La gente está preocupada y no compra. Guardan su dinero
para comprar comida y sobrevivir. No compran ropa. Tampoco mis hamacas. Están
asustados”, se lamenta Yorgos Savvas, dueño de una tienda de alfombras y
productos típicos ubicado en el este de Atenas. “No hay mercado. La gente no
compra ni con tarjeta ni con efectivo. Sólo buscan cosas de primera necesidad,
como para comer”, se queja también Nikos Stamatopoulos, gerente de una tienda de
ropa.
La banca del pueblo
Hacer cola en el Alpha Bank, el Eurobank o el Banco Nacional de Grecia carece de
sentido. Las autoridades de esas tres firmas determinaron que atenderán a sus
clientes por orden alfabético. De esa manera, un pensionado cuya primera letra
de su apellido sea la z de zorro no debería abalanzarse ante una entidad
financiera blindado bajo un grito encrespado reclamador de euros. Los medios de
comunicación occidentales se apresuraron los últimos días a trazar miles de
equivalencias entre el corralito griego y la situación vivida en Argentina en el
epílogo del dellarruismo. Sin embargo, es imposible trazar un común denominador
entre un Ejecutivo encuadrado, entonces, con el Fondo Monetario Internacional y
un gobierno que busca romper la lógica de la austeridad vigente en los patrones
normativos de la eurozona. Por lo tanto, el actual aguafuerte de la calle griega
difiere notoriamente del caótico diciembre argentino del 2001. A los pocos
minutos del anuncio de Tsipras, la gente acudió a los bancos. Hubo momentos de
zozobra, algo de nerviosismo, pero no el desmoronamiento social que hubiera
colocado a la cúpula de la troika de Bruselas en una situación política
favorable frente a sus deudores.
Yorgos Ikonomu hizo las cuentas sin papel ni lapicera. Rápidamente, eliminando
algunos gastos superfluos, determinó que sesenta euros era el capital suficiente
para vivir “dos o tres días”. “Tengo todas las facturas domiciliadas y el pago
de recibos y contribuciones se puede hacer normalmente por Internet”, razonó
ante un corresponsal de un diario español que está registrando el color de la
calle griega en tiempos de corralito. Yorgos asegura que a votar no en el
referéndum porque, aunque no concuerda en todo con la postura del gobierno, a su
juicio “es el menos malo” que pueden tener. “Si la troika viera la cantidad de
jubilados que no tienen literalmente para comer, no apretarían tanto las
tuercas. Esta es una situación muy difícil, no lo niego, pero decir sí a todo
sólo nos ha llevado a la ruina”, sentencia Ikonomu, que no es partidario de
Syriza, ni de ninguna orga local apodada, en clave kirchnerista, “La Sócrates”
como ironizó un chiste que se viralizó en la red. En cambio, Dimitris,
desempleado crónico, y ex homeless gracias a una precaria vivienda cedida por el
gobierno, si bien tiene ganas de votar por el no, las corpos mediáticas pro
Bruselas le han hecho mella en su corazón y, ahora, duda de su postura porque
traduce una victoria del no como una soltura de amarras con ciertos planes
sociales que hoy garantiza la UE para toda los descamisados europeos: “El
corazón y el estómago me piden con todas mis fuerzas votar no. Pero me da miedo
que si no aceptamos el acuerdo que nos proponen la Unión Europea nos corten
algunas ayudas”, dice y se contradice Dimitris.
No hay comentarios:
Publicar un comentario