Durante lo que Hobsbawm llamó siglo XX corto, el período histórico que va desde
1914 con el estallido de la Primera Guerra Mundial a la caída del Muro de Berlín
en 1989, derechas e izquierdas fueron el nombre de la lucha entre dos sistemas
sociales: el capitalismo y el socialismo. Ciertamente, en el cuadrante izquierdo
no tardaron en surgir profundas divergencias ideológicas sobre lo que había que
entender por socialismo; la ruptura ente socialdemócratas y comunistas, que se
produce al comienzo del siglo corto, tendrá el signo de la discusión sobre la
Revolución Rusa, particularmente sobre la relación entre socialismo y
democracia. Unas décadas después, la consolidación del Estado de Bienestar
europeo como una forma de “capitalismo social”, relativamente satisfactorio para
las demandas de grandes masas de trabajadores, constituiría la matriz práctica
de la socialdemocracia. Habría desde entonces una derecha liberal pro-capitalista,
una izquierda revolucionaria anticapitalista y, en el medio, una izquierda
reformista y gradualista que llegaría al socialismo a través del
perfeccionamiento de las instituciones de la democracia en el capitalismo. Esta
última corriente llegó a fundirse en la práctica con sectores liberales que
comprendían la necesidad de construir un capitalismo más sensible.
La cartografía tuvo en ese período una extraordinaria potencia explicativa.
Servía como mapa cognitivo para pensar todos los acontecimientos mundiales, aun
cuando algunos de los más importantes y más trágicos, como la Segunda Guerra,
encontrara derechas e izquierdas unidas contra el eje nazifascista. La
experiencia de los “amplios frentes antifascistas” podría ser considerada como
un antecedente doctrinario de cierta coalición actual entre republicanos de
derecha y de izquierda contra el populismo sudamericano, a no ser porque no hay
en la nueva unidad nada que se parezca a una crítica y mucho menos a una praxis
que cuestione al capitalismo. Izquierda y derecha fueron en esos años un
dispositivo para la interpretación del mundo y una materialidad política
expresada en las dos grandes potencias mundiales de la época, Estados Unidos y
la Unión Soviética. Sin embargo, la diversidad político-cultural del mundo no
podía ser reducida a lo que sin duda era la disputa central. Uno de los grandes
temas no resueltos por ese paradigma interpretativo, entonces ni ahora, es la
cuestión nacional. El capitalismo, el más internacionalista de los sistemas que
conoce la historia es, al mismo tiempo, un régimen creador y multiplicador de
las desigualdades entre las naciones. Las más importantes resistencias
anticapitalistas del siglo corto tuvieron un signo nacional-popular que
solamente en algunos casos históricos (China, Vietnam, Cuba, entre otros) fue
captado políticamente por las izquierdas. En muchos casos, las formaciones
clásicas de la izquierda (tanto las reformistas como las revolucionarias)
miraron con ojos de desconfianza a los nacionalismos, hasta el punto de confluir
con las fuerzas “democráticas” de las oligarquías que los combatían. Es en gran
parte por eso que en muchos países de América latina la díada derecha-izquierda
no representa fielmente los conflictos históricos reales de la nación; Argentina
es claramente un ejemplo de eso.
Ahora bien, en 1989 el mapa cognitivo sufrió un duro golpe. En un lapso de pocos
meses lo que había sido, aun cuando criticado y hasta execrado por muchos, el
soporte material de la interpretación de izquierda del mundo, desaparecía de la
historia sin dejar huellas. Con él desaparecía también la idea de la alternativa
entre sistemas. Ciertamente la socialdemocracia europea no sufrió exactamente el
mismo cimbronazo, pero con el panorama que da el cuarto de siglo transcurrido
desde entonces, estamos en condiciones de decir que los viejos nombres no son
más que referencias honrosas para prácticas políticas en declive: ¿qué queda hoy
de la vieja socialdemocracia europea aparte de los nombres que designan a las
burocracias que actúan en su nombre? Nadie puede negar el tremendo efecto
destructivo que la reconfiguración del mundo en los años noventa trajo a las
izquierdas. El principal de esos efectos fue el de escindir el universo de las
izquierdas entre un ala que aceptaba “hacer política” aceptando todas las nuevas
reglas del canon neoliberal, y otra ala que se refugiaba en las viejas y
sacrosantas verdades y se resignaba a una vida políticamente marginal. Fue la
época de oro de los “progresismos” y las “centroizquierdas” que pugnaban
vanamente por establecer una línea de sentido entre los sueños libertarios del
socialismo y las novedosas “terceras vías” con su carga de aceptación de la
reconfiguración neoliberal de sus sociedades bajo la exigencia de pulcritud
republicana y sensibilidad social en su aplicación. La tradición de izquierda
pasó a ser una de las múltiples vías de acceso al mundo ideológico del
neoliberalismo.
Triunfante en el mundo académico y hegemónico en el mundo intelectual el canon
del progresismo neoliberal entró en crisis en el terreno político. Lo
conmovieron las crisis. La de nuestro país primero, por más que quisiera ser
interpretada como una anomalía con raíces en nuestro “atraso institucional”. Y
hoy la de Europa. ¿Qué piensa el neoliberalismo de izquierda argentino sobre la
situación en Grecia? De lo poco que se sabe se desprende que defienden el “orden
europeo” y desconfían de las “aventuras populistas”; apoyan a Capriles en
Venezuela, al PSOE en España y consideran la defensa de las instituciones (el
FMI y la troika entre ellas) como la madre de todas las batallas. ¿No existe más
entonces la izquierda? ¿No hay una huella de sentido entre las viejas luchas
obreras y populares que se libraron en su nombre y los conflictos políticos
actuales?
Hay, tal vez, una agonía de la izquierda. Agonía en el sentido de la lucha entre
lo que muere y lo que renace de nuevas formas. Por lo pronto vivimos una aguda
crisis civilizatoria que no es ajena a los viejos y gloriosos dogmas que
justificaron a la izquierda del siglo pasado. Es una crisis del capitalismo. No
la definen así solamente las capillas sobrevivientes de la ortodoxia comunista.
Desde economistas académicamente prestigiosos hasta el papa Francisco nos están
hablando de una aceleración del tiempo histórico, de una acentuación de los
procesos críticos del capitalismo. De un proceso de destrucción del planeta en
el doble sentido de su sustentabilidad ambiental y de las condiciones sociales
de la existencia humana. El colonialismo, la financiarización de la economía, la
mercantilización del mundo, el consumismo desaforado, la persecución racial y
nacional, la extorsión sistemática de la democracia por parte de los poderes
fácticos del capital son, entre muchos otros, signos de un tiempo de profunda
crisis y de grandes mutaciones. No es extraño que en este tiempo haya renacido y
crecido una vieja y a la vez siempre nueva tradición política. Llamarla
simplemente “izquierda” tiene el peligro de convocar fantasmas añejos de
división y encono. Pero negar la influencia de una memoria popular e intelectual
construida con ese nombre sería una injusticia.
La derecha también se renueva, también crece, también se desprende de viejas
verdades doctrinarias y aprende a convivir con el nuevo universo de demandas
populares. En la Argentina ha formado –por primera vez desde que el radicalismo
derrotara al conservadurismo en 1916– un partido político electoralmente
competitivo. Han contribuido a sincerar el sistema de alternativas políticas. Su
interpretación de la realidad argentina en términos de “república o populismo”,
que tiene ilustres antecedentes en la historia reciente y no tan reciente del
país, ha terminado por hegemonizar el discurso de quienes quieren cambiar
drásticamente el curso político. Una hegemonía que se ha plasmado a la
perfección –ironía de la historia– en la incorporación del radicalismo como
proveedor de sustento territorial al proyecto político del macrismo. Como lo
demuestra el agudo trabajo recientemente publicado de Gabriel Vommaro sobre el
PRO, se trata de una derecha pragmática dispuesta a renunciar o relativizar sus
dogmas, con tal de establecer un nuevo diálogo con la sociedad argentina. Una
derecha que cree que la política tiene que asumir los valores y la metodología
de la empresa privada y combinarla con una política social inteligente. Una
fuerza que convoca a la utopía de una sociedad justa construida sobre la base de
la competencia meritocrática: una utopía, hay que decirlo, con un marcado sesgo
de clase, hostil a toda lucha por la igualdad social.
Podría decirse que las izquierdas y las derechas existen en la Argentina aunque
hayan mutado con los cambios del país y del mundo. Hay quien cree que el rumbo
nacional tiene que ser el regreso a la normalidad: a la supervisión del FMI y
las relaciones carnales con el militarismo intervencionista de los Estados
Unidos, a la fórmula mágica de la acumulación del dinero en el polo del
privilegio para esperar el goteo de esa prosperidad hacia los sectores populares
. Hay, por otro lado quienes apuestan a un mundo en proceso de transformación, a
un cambio de época. Y los que hacen esta apuesta están construyendo una nueva
familia. Una familia plural, contradictoria y conflictiva que tiene en su
interior muchas memorias diferentes, la de las diferentes formas de socialismo,
las del nacionalismo, el indigenismo y el cristianismo popular, entre ellas. Es
una familia que empieza a tomar forma en el país y en el plano regiona y
mundial. No tiene centros rectores ni etiquetas ideológicas, crece con las
experiencias de lucha y de cambios. Y tiene, en el día de hoy, un desafío
central, nada menos que en la cuna de la civilización moderna, en Grecia.
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