Las notas publicadas en La Tecl@ Eñe
sobre las implicancias de conformar un Frente Ciudadano generaron el debate al
que se suma Horacio González. Polemizar sobre la idea ciudadana de frente remite
a cierto nihilismo del nombre. A los nombres se llega. Nunca son el punto de
partida. En ese sentido es que Horacio González defiende esa rara expresión que
surgió inopinadamente un día contencioso de lluvia, entre el Puerto y los
Tribunales, de boca de la ex presidenta judicializada. Ante este vendaval
frenético de medidas antipopulares es necesario un Frente de las conciencias
activas, sensibles, social y políticamente situadas como poseedoras de grandes
herencias de lucha. Para un Frente son necesarios nuevos nombres, puntos de
apoyo originales, reconocimientos súbitos de una necesidad que antes no aparecía
con tanta nitidez.
¿Somos demasiado vertiginosos para poner los nombres? ¿Acudimos al procedimiento
de los tiempos nuevos, donde es necesario adquirir rápidas identidades? ¿Qué
sepan quienes somos sin dar lugar a confusiones? ¿Pero con derecho a la mudanza
rápida de las máscaras? ¿Nos llamamos kirchneristas, peronistas o izquierdistas
y al parecer todo termina allí, en la tranquila denominación que asegura nuestro
decir, que según dicen los especialistas, le da entidad al lugar de enunciación?
Sin embargo, la cadencia sosegada que nos permite descansar en el goce del
nombre, está hoy en discusión, y si no lo estuviera, lo debería estar. ¿Cuándo
un nombre político, que en general se desprende del patronímico de un líder
nacional se puede considerar a la altura de una vigencia asegurada? ¿Ocurre eso
con el peronismo? ¿Es mejor apelar a plasmas de identificación basados en
tradiciones ideológicas más “conceptuales”? Sobre este tema nunca están cerradas
las discusiones. “Personalismo” y “antipersonalismo” podrá no ser una gran
disyuntiva histórica, pero con esa denominación o con otra, siempre aparecen en
disputa las filiaciones que se inscriben en un nombre, ya sea por amor
intellectualis, ya sea por amor filial.
A los nombres se llega. Nunca son el punto de partida. El peronismo ya parece
tener una configuración calcárea. Casi siempre es ahora el “segundo componente”
de otra cosa. Se podrá decir que siempre es bueno estar en la primera fila; pero
el peronismo –a secas- ya está siempre como un telón de reserva de los que
tratan de pescar adelante. En un tiempo se dijo que había que tener una “pata
peronista”. Las jergas políticas no se privan de hablar de un modo directo,
descarnado. En este caso se trataría de forjar composiciones ad-hoc,
predispuestos políticos de primera instancia para operatorias rápidas. Entonces
se apreciará ¡¡¡la pata peronista!!!
Todos precisan la pata peronista, reducida así a una de las tantas apoyaturas
que debería tener un magma nuevo, con su actualidad rebosante. La necesidad de
este adminículo locomotriz tan connotado –el peronismo, tomado como un madero,
entre otros varios leños innominados donde apoyarse-, no se escucha decir del
mismo modo en el caso de las “pata radical” o “la pata liberal”. No, la pata
peronista es la forma de presentarse del peronismo, lo que llamamos peronismo en
segunda instancia. Es una variedad de la frase “peronistas somos todos”,
pronunciada en el tiempo en que el peronista también estaba adelante y atrás. No
era adecuado allí el concepto de “pata peronista”. Pero ahora hay macrismo con
“pata peronista”, massismo con “pata peronista”, y kirchnerismo….
Pues bien, ¿es aceptable en el kirchnerismo decir “pata peronista”? Al menos, no
abundan los que han escuchado o pronunciado este noción. Más bien se habló del
tema de otra manera. Una de ella es la idea que siempre ronda, ese acecho
constante que viene de los tiempos de Cooke y que nunca dejó de revelar el
trasfondo hegeliano de tantas conciencias militantes, que lo supieran o no,
tenían ese lejano rumor a sus espaldas. La “superación dialéctica”, que no
ocurriría hasta que las exigencias de la historia, esa dama caprichosa, no los
demandara. Había que estar preparado para escuchar los reclamos del tiempo, en
ese indescifrable momento, tan preciso, en que “lo anterior no daba para más y
lo nuevo comenzaba a anunciarse”. Mientras tanto, quedaba vigente el vacilante
punto intermedio, “ni apresurados ni retardatarios”, ese “tropo” que parece
tenerse siempre a mano, pero se deslocaliza apenas creemos estar sobre él, y se
nos aparece claramente frente a nosotros cuando nos declaramos desorientados en
un mar de utopías.
En la última década escuchamos a menudo decir que el kirchnerismo es una fase
–la fase actual- del movimiento nacional, que ya ha recorrido distintas etapas,
fugacidades, permanencias y denominaciones. A veces se lo dice concediendo
demasiado a una visión lineal de la historia, donde una energía interna siempre
renacida de sí misma iba mutando según las necesidades de cada generación. Este
punto de vista, sin duda, simplifica demasiado el modo histórico más evidente,
que es más quebradizo y repleto de lagunas y olvidos de lo que creen los
compañeros más ceñidos al canon historicista. Pensamiento más exigentes,
encontraron allí una paradoja de difícil resolución, ya sea afirmando que para
ser kirchnerista antes era necesario cargar la plataforma histórica del
peronismo. En otra versión, el kirchnerista podía serlo sin esas exigencias
previas, bastando con no manifestarse en contra de ellas. ¿Las ventosas
nutritivas del peronismo orgánico reabsorberían la kirchnerismo, o el sesgo
bullicioso renovador de éste impregnaría al remanente total de peronismo? Es más
o menos el mismo problema que atravesó Forja, tanto en relación al radicalismo
como al peronismo.
Y luego, nos encontramos con quienes anuncian que bajo el manto implantado de
kirchnerismo, sin mantener ambigüedad alguna en relación al peronismo, puede
manifestare la construcción del Frente necesario para encarar la grave situación
actual. ¿El nombre del Frente? Además de mentarse notoriamente el Frente
Ciudadano, ya se han dado varios, y sin duda esto introduce un nuevo tema en
relación, por lo menos, a cómo llamarse a sí mismo. Lo que ahora tenemos ante la
vista tiene dimensiones ruinosas, parecidas al desalojo compulsivo de un núcleo
familiar acusado de no pagar las expensas de su morada. Lo vemos en la calle,
con los colchones enrollados, los niños muertos de frío, el padre con las manos
vacías, y la madre preparando un guiso precario en una olla renegrida, allí en
vereda, ante el pavor de los vecinos que en su secreta incomodidad, piensan
cuándo les llegará ese mismo destino. ¿Mera fantasmagoría de una hambruna que
jamás sucederá? No tanto, el “dolce stil nuovo” está volcado enteramente a
deshacer casi un siglo de historia argentina, desde la elección de Yrigoyen en
adelante. Toda una memoria, una densa repisa de símbolos, una parte del país
desalojada de sus basamentos morales. ¡Y acusada de corrupción, de acaparar
cientos de estancias en la Patagonia y lavar dinero en hoteles prefabricados!
Aquí hay dos temas: el tilde de verosimilitud causada en procedimientos de
descuido, irresponsabilidad u oportunismo que puedan tener esas acusaciones
sobre enriquecimientos “al calor de favorecimiento estatal”, y el modo en que se
denuncian, desde un nuevo despotismo jurídico-comunicacional, pues a aquellas
conjeturas de corrupción, en la parte de autenticidad que contuvieran, se las
corrompe al mismo tiempo con un estilo de trabajo cegado por el ansia de
destrucción, ofuscado por el afán de las nuevas derechas de producir un blanqueo
de la historia con un “ground zero” donde se fija el punto final de demolición,
donde ya no habrá “tiempo pasado”. Las acciones para ello son el constante
bombardeo judicial y comunicacional, basado en el descrédito, la injuria, la
dispensa total de argumentos, ya que se sabe de antemano todo, pues en la bóveda
de los secretos revelados, vemos siempre la imagen del espectro kirchnerista con
su fábrica mental de papeles falsos, operaciones a futuro, facturas truchas,
sobreprecios, estancias particulares en parque nacionales, terrenos
privilegiados frente a los grandes lagos del sur, etc.
Ante esto –pues no dejamos pasar esta discusión, aunque aún no sabemos bien
donde colocarla- hay que exigirse un gran salto conceptual que ponga en juego
todas las identidades conocidas, sin negarlas, sino al contrario, para
reconstituirlas en su operatividad moral e intelectual, lo que es lo mismo que
decir en la revolución permanente de su autocrítica. Es preciso una respuesta
ante el modo en que se gobierna hoy bajo la bandera del desalojo y desahucio de
los intrusos. Y nosotros, los así considerados, encontrar en nuevos diccionarios
la forma de situar en la historia todo lo que se hizo, lo que se intentó hacer y
no se pudo, y lo que de nosotros mismos somos capaces de ver como lo que no
debió hacerse, o lo que debió exigir procedimientos más claros. No puede haber
identidades con permanencia más asegurada, antes de que actúe en nosotros mismos
una pedagogía de la revisión, recomposición y recreación de lo desplegado
anteriormente. A esta tríada de acciones puede llamársela el modo específico de
estar en la historia de los movimientos democrático sociales o nacionales y
populares.
Es claro que conocemos todas las críticas que se le pueden hacer a la
formulación del Frente Ciudadano, escueto en su denominación, demasiado vago en
su generalización y bastante impreciso en su capacidad de distinguir sectores
activos que lo encabezarían. Podría ser tan indeterminado como la empanada de la
publicidad oficial, que se convierte en un ser abstracto sin conflictos a pesar
de que reúnen en forma omnisciente todas las fuerzas productivas del país,
representadas por su nombre propio, a modo de un falso singular, doblemente
abstracto. (Ver artículo de Conrado Yasenza en La Tecla Eñe). En ese sentido
admito las dudas, siempre dichas con elegancia, que lo preocupan a Eduardo
Grüner (en un artículo anterior de este mismo medio). Pero me gustaría, sin
hacerlo parte de un debate ocioso, defender esa rara expresión que surgió
inopinadamente un día contencioso de lluvia, entre el Puerto y los Tribunales,
de boca de la ex presidenta judicializada. En primer lugar, deseo explicarme a
mí mismo porqué fue tomado con entusiasmo por personas, que como bien dice
Grüner, no habían frecuentado demasiado el lenguaje de los derechos civiles,
presuponiendo lógicamente que en ellos se resuelve finalmente el concepto de
ciudadanía con exclusión de otras identidades sociales más fuertes. Precisamente
por ser relativizados frente al poder imantado que tenía el fraseo “nacional
popular”, esos conceptos “ciudadanos” ahora acuden, como complemento necesario,
a la manera del “miembro fantasma” que sigue siendo imaginado en el cuerpo aun
después de una mutilación.
Nunca sabremos lo que puede un nombre. Pero ellos no son anulables, solo que
siempre solicitan tipos de alusión específicos. Se leen habitualmente diversas
consideraciones sobre los nombres. Se destacan en la discusión las que tienen
que ver con los bautismos de lugares públicos con nombres de figuras históricas
y políticas. Pero ahora el problema se refiere al nombre de un Frente, un Frente
Ciudadano. Dos problemas aquí. Primero, la expresión Frente. Sin duda, el
concepto tiene una vieja prosapia. Los Frentes populares fueron una política de
la izquierda desde mediados de los años 30; se destacaban por convocar a todas
las fuerza antifacistas. En los años sesenta, los “Frentes Antiimperialistas” o
de “Liberación”, tenían una fuerte marca anticolonialista o tercermundista. La
palabra quedó. Ningún diccionario actual deja de ser al mismo tiempo un catálogo
de recuerdos. La palabra Frente está a la cabeza (sirva esta vulgar
concordancia) de esos recuerdos. Cuando dos o más partidos de ámbitos
reconocidamente semejantes se unen con propósitos específicos, electorales o no,
es en verdad una alianza, aunque pueda denominarse Frente, como ocurre ahora con
el Frente de Izquierda. Un Frente es más un hálito, un llamado, la revelación de
una urgencia,
No obstante, la cuestión es el airecillo alfonsinista que tiene la idea de
Ciudadano. Aceptarlo significa proponerse algunos esfuerzos, ciertas
absoluciones y algunas magnanimidades. Ciertamente, no es lo que flotaba con más
perseverancia en nuestras terminologías corrientes. Obliga a estos desmayos en
nuestro catálogo de preferencias, pues lo exige la gravísima (no grave,
gravísima) situación en que puso al entero país el gobierno actual. El desenfado
brutal con el que procede, el abandono de toda institucionalidad con el
desparpajo de los embusteros, el desaire permanente al peso de la actualidad en
nombre de inasibles promesas, el despojo al trabajo, no solo salarial, sino en
la dignidad de su práctica, el servilismo con el que actúan sus funcionarios,
que son patrones arbitrarios pero obedecen sin chistar a otros patrones aún más
poderosos que ellos (y que quizás por eso hasta no precisan ser más
autoritarios). Han pasado todos los límites en materia de arrasamiento de la
materia social, fueron de decir que al despedir a alguien se le hace un favor,
hasta pedir perdón a los inversores extranjeros; cambian la orientación del país
hacia la alianza con el conglomerado capitalista militarista mundial más
agresivo y mezclan en política interior el idioma del blanqueo de capitales con
la obtención de recursos para los jubilados, lo que a la vez lleva a querer
desprenderse de las acciones privadas en poder del Estado que garantizan esos
recursos, además de una cuota de demagogia sensiblera con la que atienden a
personas “postergadas”, lo que por otra parte, estaba perfectamente al alcance
del anterior gobierno poderlo hacer. Y no como el ángel de la piedad capitalista
sino como un proyecto de fortalecimiento de las aristas sociales y colectivas
del Estado. Esta y otras penas pueden computarse en principio sobre lo que
estaba al alcance realizar y no se hizo.
Ante este vendaval frenético de medidas antipopulares y de reagrupamiento de la
vida social alrededor de una coacción irracional que sin embargo opera con un
instrumentalismo formalista que a su cuchilla empresarial puede revestirla de
todos los nombres posibles (pues ven la historia como un sumidero donde la única
actitud táctica es la del reciclador de residuos), es necesario un Frente de las
conciencias activas, sensibles, socialmente y políticamente situadas como
poseedoras de grandes herencias de lucha. Para un Frente son necesarios nuevos
nombres, puntos de apoyo originales, reconocimientos súbitos de una necesidad
que antes no aparecía con tanta nitidez. ¿Una disyuntiva? O decir los nombres,
imperiosamente, en su plenitud y esencia. O decirlos indirectamente, declinarlos
arrojando sobre ellos una luz oblicua, sacarlos solo parcialmente de la semi-penumbra.
Así como es incómodo cargar una identidad, pero lo hacemos (sea una sigla
partidaria de izquierda, sea “kirchnerismo”, sean cualesquiera otras surgidas de
una “personalización” o de un “logos” partidario), tampoco se luce mucho en su
papel el que cree que asignarse un nombre colectivo perturba el autonomismo de
las conciencias. Cierto nihilismo del nombre, sugerido por la lectura –entre
otros- de Meister Eckart, nos puede indicar como la alusión a cualquier
singularidad a la que adhiramos, precisa constituirse en términos del ser y la
nada. En ese sentido, toda identidad es parcial y así, “frentista”. Los nombres,
portadores de una negatividad antes que de una esencia plena, es así que se
abren al mundo. Por eso, la cuestión es cómo se usan los nombres, como se pulsan
tanto en el registro de la voz como en la modalidad de lo escrito. Postulamos
una pulsación implícita (por rodeo, por omisión parcial, por un acto de sorpresa
fragmentario o por contravención lingüística) como formas de identificación
real, a las que paradójicamente las reinventa el deliberado desapego –en los
momentos que corresponda- de lo que evidentemente somos. “Frente Ciudadano”,
precisamente por su indeterminación, no me disgusta, con tal que se diga que
surge de un sentimiento de consternación ante tantos actos de despojo y hurto de
la memoria, a los que una porción popular significativa se ha prestado sobre la
base de una ilusión.
Sé que muchos no piensan así y se sienten extraños si no se declara el nombre de
resguardo común atendiendo a las fibras sueltas que quedan de la historia
anterior. Por supuesto, eso no me parece molesto, pero acá decimos que existen
muchas otras posibilidades. ¿Un nombre siempre en saturación, no colma a la
historia de una totalidad paralizante? Por eso, estudiar lo que ocurre bajo el
único y atiborrado nombre de macrismo, parece tan necesario como delicado. Pero
ese nombre y los demás deben ser aludidos cuando lo que queremos saber es “de
qué se trata”. Es decir, cuando los consideramos nombres que recubren una serie
de problemas que están desprovistos de nombre o su verdadero nombre se halla
apagado por el que de todas maneras aceptan: macrismo. Nombre que emana de una
persona y nombre de nombres y situaciones. No decir macrismo, dejaría entonces
sin especificidad la descripción de lo que ocurre. Pero sabemos que lo que
ocurre va mucho más allá de ese nombre, y hay que recurrir a otros repertorios,
entre los cuales, el primero es el examen del capitalismo mundial en este
momento, que como siempre, contiene una historia política más amplia. Pero yendo
hacia otras direcciones sin abandonar ésta última, macrismo es también cierto
estilo de considerar las memorias públicas, la promesa política y el castigo (o
penitencia) de los que se definen como culpables de lo que estaba “a punto de
estallar” si no llegaban los redentores. Hay también para estudiar, así, una
cuota, por mínima que sea, de mesianismo neoliberal –como queramos llamarlo- en
el macrismo.
Pero luego de estas advertencias, comencemos de alguna manera. Macrismo,
entonces. Porque bajo esa cutícula nominal hay responsabilidades y
alineamientos, luchas y afecciones, que siempre exigen el juicio y la crítica
del juicio. El macrismo es un aparato de enjuiciamiento, de por sí y en sí, de
todo un período histórico. Es lo primero que diremos. ¿Qué enjuicia y cómo lo
hace? Quizás se pueda calificar a todo gobierno según la manera que enjuicia al
anterior (o al período histórico anterior) en relación a ciertas hipótesis de
continuidad y memoria. El macrismo moviliza sobre el ciclo anterior con pinzas
para demolerlo por corrupto, y en tal sentido, es lo más político que hay, pues
establece la lucha de la razón eficientista contra los simbolismos heterogéneos
de la razón. La madeja es tan compleja, que el concepto de “lo corrupto”, con su
viscosidad pegadiza, ya abarca todo, lo que viene de Panamá y lo que viene del
Sur, y en este surtidor de insensateces, ante la insinuación de una expurgación
empresarial moralizante que nos deje en manos de los escatológicos Comités de
Salvación Moral, mejor un Frente Ciudadano. Es la manera de pensar otra cosa que
no sea ese aparato de enjuiciamiento, salir del juez de instrucción y de las
fiscalías imaginarias en medio de las ventiscas, para reponer lo que a fin de
cuentas es lo ciudadano por excelencia, la noción de justicia como el “estado de
la cuestión de la memoria”. Así concebido, el Frente admite muchos adjetivos y
toda clase de discusión sobre los adjetivos, sin perder su sello de urgencia.
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