La “normalización” neoliberal tiene un problema clave a resolver que es la
extirpación del virus del populismo kirchnerista, que volvió a sacudir al
peronismo convertido desde la reconquista de la democracia electoral en un
“partido del orden”, y que llegó a ser el arquitecto de la dura etapa de
reconversión neoliberal del país en las mismas huellas que abriera la dictadura
cívico-militar. Así, el concepto de lo binario retorna para darle nombre al
proyecto de “normalización política” de la Argentina.
La condena de lo binario –como la que hace Ricardo Rouvier en estas mismas
páginas ("El estrecho sendero de Macri")-
tiene un explicable prestigio. Es una precaución contra la reducción simplista
de la mirada sobre experiencias complejas como son las sociedades modernas. El
juicio contra lo binario suele estar acompañado de una mirada crítica sobre lo
que se considera una exagerada “ideologización” de la realidad que terminaría
desconociendo los matices, las contradicciones y obstruyendo una mirada más
realista del mundo en el que vivimos.
En los años noventas se puso de moda la idea posmoderna del fin de los grandes
relatos. Es decir la decadencia de las grandes filosofías de la historia, muy en
particular del marxismo, después de que la caída del muro de Berlín desatara la
implosión del mundo socialista hegemonizado por la Unión Soviética. En nombre
del fin de los relatos se construyó uno nuevo, que se colocó en el lugar de una
nueva verdad de época: el relato de un mundo sin conflictos centrales, una
política reducida a la administración de los asuntos públicos sin otro horizonte
que la “gobernanza” a favor del dominio del gran capital global. Fue una orgía
de despolitización que en la llamada ciencia política encontró una paradójica
animadora. Sistemas de pocos partidos que no polarizaran sus posiciones,
estímulo de los grandes consensos interpartidarios, apaciguamiento sistemático
de los conflictos. Claro que estas dulces verdades tomaron la forma de una
alternancia insípida donde los partidos de oposición criticaban al gobierno para
ganarle las próximas elecciones y hacer desde el gobierno lo mismo que mereció
esas críticas. Ese era el “sistema político”. Fuera del sistema, fuera de los
consensos quedaba la revuelta inorgánica para la que se utilizaba el certero
recurso de la represión violenta. En Bolivia los partidos pactaban
caballerosamente mientras el país se incendiaba en la guerra del gas y del agua.
En Argentina justicialistas, radicales y progresistas se sucedían pacíficamente
y gobernaban sistemáticamente a favor de las corporaciones; las rebeliones de
los excluidos eran salvajemente reprimidas, desde Cutralcó hasta la Plaza de
Mayo. En Brasil funcionaba muy bien el institucionalismo liberal dejando
millones de hombres y mujeres en la más completa exclusión. ¿Qué tiene de
extraño que después de esas violencias soterradas bajo el discurso del
pluralismo y los consensos, nuestros países entraran en un período de
conflictividad y polarización política? La única alternativa después de la
tremenda crisis del consenso de Washington hubiera sido que en lugar de
polarización se hubiera llegado a un estado de violencia anómica generalizada,
imposible de canalizar políticamente.
Hoy se vuelve sobre el tema de lo binario para darle ese desgraciado nombre a un
fenómeno que no lo merece. En nombre de lo razonable, lo pragmático y el rechazo
al ideologismo se le abre paso a un proyecto de “normalización política” de la
Argentina. Se procura reconstruir un peronismo normal, convocando en ayuda de
ese objetivo una narrativa histórica muy discutible según la cual el peronismo
fue siempre un garante del sistema, una clave de la gobernabilidad pacífica aún
cuando detrás de ese noble objetivo anidara el salvajismo social y la violencia
política. Se mezcla de un modo no muy claro los conceptos. Negociar con el
macrismo es, de por sí, una virtud pragmática, inalcanzable para los binarios.
Resistir los atropellos inéditos que en pocos meses se desataron contra los
sectores más vulnerables del país equivale a un brote de neurosis ideológica
cuya finalidad parecería ser el caos, con el objetivo de sacar ventajas de su
emergencia. Lo que está ocurriendo no es ninguna sorpresa. Fue alertado durante
toda la campaña electoral por quienes fuimos acusados entonces de poner en
marcha una campaña del miedo y hoy somos los binarios contumaces. Dijimos y
seguimos sosteniendo que hay dos proyectos antagónicos de país entre nosotros.
Eso no quiere decir que haya que cerrar el Congreso y resolver violentamente el
conflicto. No fuimos nosotros los que designamos jueces de la Corte por decreto.
Ni los que por la misma vía derogaron la ley de servicios de comunicación
audiovisual, la más discutida y protagonizada de nuestra historia y una fuente
de inspiración para los auténticos demócratas de todo el mundo. La idea de que
hay dos proyectos no parece tan difícil de comprender ni tiene nada que ver con
una visión binaria de la política. Reconoce el pluralismo y la complejidad. No
excluye sino que presupone el diálogo, el acuerdo y las alianzas políticas. Lo
único que hace es reconocer una frontera política, un parteaguas. Y no es una
frontera muy distinta de la que establecen los documentos del papa Francisco
sobre lo que él considera la enfermedad de una civilización que está amenazando
la propia preservación de la especie humana y del planeta en la que se
desarrolla.
La “normalización” neoliberal tiene un problema clave a resolver. Es la
extirpación de un virus, el virus del populismo kirchnerista. Que volvió a
sacudir al peronismo, convertido desde la reconquista de la democracia electoral
en un “partido del orden”, que llegó a ser el arquitecto de la dura etapa de
reconversión neoliberal del país en las mismas huellas que abriera la dictadura
cívico-militar. Y que en el nuevo siglo se ofrecía como el garante del orden y
la gobernabilidad después del derrumbe de 2001. Lo principal del kirchnerismo no
fueron los superávit gemelos ni el orden de las cuentas públicas. Ciertamente
Néstor Kirchner fue un gran pragmático y un gran calculador. Pero su pragmatismo
y su cálculo se centraban hasta la obsesión en el empleo, en el consumo popular,
en una visión soberana del país. El proyecto no es una suma de instrumentos. El
proyecto es un rumbo, es una concepción del país y de su lugar en el mundo. Y
desde esa concepción, los instrumentos de la acción política se van decidiendo
de modo concreto y práctico, tal como lo hizo Cristina, cuando después de
planteado el gran conflicto con las patronales agrarias adoptó el rumbo de la
profundización estructural del rumbo iniciado en 2003. Claro que no se completó
ninguna revolución en la Argentina. Claro que siguió habiendo pobreza (menos que
antes y menos que después) y gente sin empleo (menos que antes y que después) e
injusticias (menos que antes y que después). Claro que no se produjo la
“revolución industrial” que nos preservara –hasta cierto punto, claro- de las
crisis globales del capitalismo. Pero se puede sospechar que es por el camino de
los últimos doce años como se puede avanzar en esa dirección y no de la mano de
un gobierno “modernizador” cuya primera medida fue fortalecer a la república
sojero-financiera con miles de millones de pesos más para sus negocios.
Para terminar, creo que los que están poniendo en riesgo la democracia no son
los intendentes ni los activistas sociales, ni los periodistas binarios que
denunciamos lo que está pasando. Lo que la está poniendo en riesgo es una
política brutal de empobrecimiento, de exclusión social, de degradación
ideológica y cultural, de vergonzosa colocación de la nación como mendicante
internacional, como arrepentida de sus gestos de soberanía, como militante
entusiasta de la causa de la homogeneización neoliberal del mundo. Creo que
oponerse a ese rumbo, construir un amplio frente que esté en condiciones de
frenar esa brutalidad no es ideologismo ni binarismo. Ni mucho menos golpismo
calculador. Es una manera de pensar la democracia y una manera de mirar el país.
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