Otro atentado salpica de sangre a Europa. El turno le tocó una vez más a España. En Barcelona una camioneta efectuó un recorrido enloquecido por la Rambla, zigzagueando de izquierda a derecha y atropellando a cuanta persona podía en esa vía tan concurrida de la capital catalana. Cerca de allí, en Cambrils, Tarragona, la policía abatió a otros cuatro terroristas que pretendían emular el hecho.
Aunque el episodio nos merezca el mayor de los repudios, concentre la atención de los medios y nos toque de cerca por los lazos que nos unen a España, nunca hay que olvidar el contexto, sin embargo. Este atentado es un episodio más de un mundo sumido en la violencia que resulta de la estrategia del caos. Un caos emanado tanto de las directivas de los organismos de inteligencia de las grandes potencias, como de la naturaleza de un momento histórico connotado por la crisis de los valores que fueron parámetros de la democracia y la cultura en occidente. Esto es central para comprender a las formas que asume el terrorismo ejercido por los individuos singulares en este momento. Ya no se trata de atentados apuntados a figuras de relieve, representativas de algo. Los ataques se descargan contra quienquiera se cruce en el camino del atacante, sin selección previa del objetivo y con el solo fin de infligir el mayor daño posible al mayor número de personas. Es una especie de réplica de bolsillo al terrorismo en gran escala que ejercen las potencias centrales, y una manera de difundir el temor a bajo costo pues al estar el terrorista decidido a inmolarse en cualquier momento, mientras coexiste anónimamente con los seres normales, se torna indetectable. En especial porque puede recurrir a elementos tan cotidianos como un automóvil o un cuchillo de cocina para cumplir con su cometido y porque eventualmente ni siquiera puede pertenecer a una organización celular que, una vez descubierta por la policía, consienta rastrearlo y ponerlo bajo vigilancia.
Débiles y poderosos
Hay un toma y daca, un ir y venir en las relaciones que van del norte hacia el sur y del sur hacia el norte que no es de ahora, que tiene siglos de trayectoria; pero que en este momento se ha agudizado por la ferocidad y la irresponsabilidad de las políticas de occidente y en particular de la élite dominante de la sociedad angloamericana, empeñada en buscar una hegemonía que restaure su predominio sobre los países ex coloniales y la combine con un proyecto aún mayor, cual es la instauración de una globalización asimétrica al servicio del gran capital.
Afirmaciones como estas suelen ser ridiculizadas y tachadas de pre-diluvianas por los dueños del discurso único. Este sanciona el fin de la historia y en consecuencia la muerte de las ideologías que aspiraban a organizar las sociedades de acuerdo a prácticas más o menos racionales, que frenasen el apetito de la ganancia y la explotación de los más débiles, haciendo más flexibles y solidarias las pautas que gobiernan la vida. Nos dicen que estos conceptos retrasan y que nos remiten al siglo XIX. Quienes así hablan no toman en cuenta el hecho que sus propios discursos y acciones nos aproximan cada día más a la bestialidad de los siglos oscuros. Con el agravante de que la tecnología, usada para el mal, tiene una capacidad infinitamente mayor de hacer daño. No hay comparación entre un misil guiado con cabeza nuclear o una valija rellena de alto explosivo, y una alabarda o una ballesta.
El nido de la serpiente
Los atentados como el de Barcelona son obra de extraviados, lunáticos o criminales. Estos individuos, por supuesto, deben ser controlados o suprimidos. Pero no son rayos que caen de un cielo sereno. Son el fruto del surgimiento de entidades monstruosas como ISIS, que en parte resultan de la iniciativa de los servicios de inteligencia de occidente, que las manipulan para desestabilizar sociedades y servir de punta de lanza a las intervenciones militares contra los estados que no se ajustan a los requerimientos del Imperio. Y en parte son también la emanación de la anomia que castiga a seres a los que se ha arrebatado sus arraigos culturales y que intentan reinventárselos mediante la violencia.
Se ha establecido una dialéctica perversa en el movimiento de la historia. En medio de todos los pavores del siglo XX, se asistió al crecimiento de una fuerte voluntad contestataria al sistema que había provocado los horrores de las guerras mundiales y de la opresión colonial. En esa línea y en la estela de las revoluciones rusa y china, se produjeron las revoluciones del tercer mundo, que parecieron abrir un camino hacia la libertad y la modernidad para pueblos castigados por las políticas predatorias del imperialismo. Esa vía, sin embargo, por una serie de factores que iban del atraso al acoso económico o militar, pasando por la compra y corrupción de voluntades, se fue enarenando gradualmente. El camino a la liberación se hizo pesado. El final del siglo XX encontró a esos países, en particular a los del medio oriente, en condiciones muy vulnerables: regímenes maleados, poblaciones al margen de una posibilidad real de expresión política, tajos confesionales. En esa condición los sorprendió el estallido de la bipolaridad y la pérdida de toda posibilidad de encontrar un contrapeso al imperialismo. El aprovechamiento de esta conjunción de factores de parte de occidente para restaurar su poder en esa área no se hizo esperar. El resultado son las guerras interminables, la destrucción de estados que, como Libia, Irak o Siria tenían un desarrollo moderno; cientos de miles de muertos, millones de excluidos y la gestación de una gran masa de población desesperada por escapar a ese infierno. El éxodo de millones de parias arrancados de su hábitat se ha desparramado por el oriente medio y el Magreb, adónde van a parar también los fugitivos de las guerras, el hambre y el terror que huyen de los países del África subsahariana. Una parte menor, pero muy importante, de estas poblaciones desarraigadas intenta llegar a Europa, pagando el precio de las miles de vidas que se pierden en el cruce del mar Mediterráneo o afrontando los peligros, la precariedad de las condiciones de subsistencia y las humillaciones que supone hacerlo por vía terrestre, a través de Turquía, Grecia y los Balcanes, para ser hacinados a menudo en campos de refugiados que pronto empezarán a parecerse a campos de concentración. Esta población flotante amenaza sumarse a las importantes masas de origen inmigrante que ya se encuentran asentadas en Europa y que no terminan de asimilarse o de ser asimiladas por formas culturales y estilos de vida que les son ajenos. El terrorismo es un subproducto de esta compleja realidad.
Pues el problema no es tanto el terrorismo como la presión inmigratoria. Aquí reside el toma y daca de la cuestión colonial o, mejor dicho, del impasse imperialista. Sus problemas no pueden afrontarse apelando tan solo a criterios genéricos de bondad, solidaridad y amor humano o preconizando una política de libre acogida. Los países de la Europa del siglo XXI no son Australia o las Américas del siglo XIX: no hay enormes extensiones vacías, no hay espacios abiertos a la aventura.
No hay salida a este laberinto que no pase por una transformación revolucionaria de las relaciones entre el Norte y el Sur. Esta supondría el abandono de las políticas predatorias y, si no la ayuda, al menos la no injerencia en los asuntos de terceros países, permitiéndoles que hagan su propia experiencia de desarrollo y vinculándose a ellas con tratativas de intercambio fundadas en la lealtad comercial. Nada indica que por ahora vaya a operarse una salida de este tipo. Las soluciones que se analizan en voz baja pasan más bien por lo contrario, por interceptar a los emigrantes y devolverlos por la fuerza a su punto de partida e incluso por dar comienzo a operaciones militares que destruyan a los que hacen posible el tráfico de seres humanos atacándolos en sus guaridas.[i] Esta hipótesis brinda un pretexto perfecto para intentar restaurar, adecuándola a las condiciones del presente, la vieja política de dominación, que disimulaba su codicia y su carácter saqueador con la ficción hipócrita de “la carga del hombre blanco”.
Mientras persista este tipo de composiciones de lugar y mientras la percepción política de occidente no mida la dimensión de los hechos globales que nos rodean, no habrá escapatoria al crescendo de un terrorismo que se multiplica. Habrá que acostumbrarse a vivir con él, con el triste consuelo de que el terror que occidente propina a los objetivos que codicia es infinitamente superior al que sufre en su propio espacio.
Por estos días se han producido incidentes frente a la costa libia durante los cuales embarcaciones sin bandera, pero artilladas, han obligado a retornar a puerto a barcos atiborrados de emigrantes, con disparos intimidatorios incluidos, a la vista y paciencia de los guardacostas libios, que se abstuvieron de intervenir.
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